Conocí a un joven americano que había regresado de la guerra en Irak. Había estado con las ratas del agua, un grupo naval con lanchas de hule que patrullaban el Shatt al Arab, el delta formado por el río Éufrates a la salida al mar. Las escenas que presenció lo dejaron perturbado. Lo fui a visitar porque todavía llevaba las escenas de muerte en su mente y, aunque no tenía heridas externas, el joven estaba totalmente incapacitado.
En Costa Rica, vimos también jóvenes dañados por la batalla, como Erlin Hurtado, que vivieron las experiencias de la guerra en Nicaragua y regaron sus frustraciones con la sangre y con la ilusión ajena. Jóvenes que en la edad de formación no aprendieron a cultivar o se dedicaron al comercio, sino al arte de matar. A estas personas, con este tipo de entrenamiento les es muy difícil volver a ser esos estimables ciudadanos productivos en tiempos de paz. Porque algunos han dicho que, cuando se toma una vida, la propia nunca es igual. Queda una marca emocional que difícilmente se borra con el tiempo.
Desde el 2003, uno de cada cinco soldados americanos ha buscado voluntariamente ayuda psicológica a consecuencia de la guerra de Irak y Afganistán. La guerra de Bush, con un costo superior a los $3 trillones, la mayor parte al crédito, lanzó a los Estados Unidos a una terrible recesión con consecuencias y repercusiones mundiales. Miles y miles de familias perdieron su trabajo y sus hogares ante los acreedores, y Europa aun no se recupera. Las consecuencias terribles de la guerra afectan al soldado, a su familia, a sus conciudadanos y al país en su conjunto, con un costo económico nefasto y casi imposible de pagar.
Según el New York Times, en Irak y Afganistán 5.700 soldados americanos han muerto. Pero en California encontraron que tres veces ese tanto, todos menores de los 35 años de edad, mueren despúes de regresar. El suicidio de los soldados ha aumentado en un 80%. Porque el ser humano no puede tomar una vida sin comprometer un alto costo personal. Mi propio padre, al volver a Costa Rica despúes de la Segunda Guerra Mundial, tuvo pesadillas donde lo atacaban con bayonetas y se despertaba gritando. Las pesadillas y el estrés postraumático asociado duraron diez años.
En Afganistán, el sargento Robert Bales, atrasado en los pagos de su casa y con graves problemas familiares, empezó a tomar licor y luego se fue a un pueblo cercano y asesinó a 16 mujeres y niños. Personas calificadas como normales, que luego de los campos de batalla son capaces de cometer atrocidades.
Los jóvenes que apuestan su futuro a la formación militar, lo hacen principalmente para enfrentarse a otros en los campos de guerra. Los problemas y las encarnizadas luchas empiezan de inmediato. Los daños psicológicos serán para toda la vida.