![](https://www.nacion.com/resizer/mnqn38TIfYrunI5sDkUeVqmY8Eo=/800x0/filters:format(jpg):quality(70)/arc-anglerfish-arc2-prod-gruponacion.s3.amazonaws.com/public/DNUTS4ONABEK5MODMC73ZBFERA.jpg)
![](https://www.nacion.com/resizer/Hvkgal03lEG5yk0xudm3aHk9KmY=/800x0/filters:format(jpg):quality(70)/arc-anglerfish-arc2-prod-gruponacion.s3.amazonaws.com/public/TAVXYIHHHZAT7CIUJWSHBHW2L4.jpg)
![](https://www.nacion.com/resizer/RTPhjJaefffQaRtIJGHdb9kUcYI=/800x0/filters:format(jpg):quality(70)/arc-anglerfish-arc2-prod-gruponacion.s3.amazonaws.com/public/UONMXLUA3ZCQ3KVSB2333ORKKY.jpg)
![](https://www.nacion.com/resizer/rWM-sCTdWnERY_qpz5T_8fcm0bE=/800x0/filters:format(jpg):quality(70)/arc-anglerfish-arc2-prod-gruponacion.s3.amazonaws.com/public/3TXWIHDZT5GLBN7UREW7VN5JQQ.jpg)
A poco más o menos de siglo y medio de producción de una variedad de textos clasificados bajo el rubro de “literatura costarricense”, conviene detenerse un momento y reflexionar al respecto.
Hay que decir que al principio se dudaba de las posibilidades de una literatura nacional, de que pudiese llegar a existir, a consolidarse, de su viabilidad cultural, como quedó claro en la famosa polémica entre nacionalistas y cosmopolitas, encabezada respectivamente por Carlos Gagini y Ricardo Fernández Guardia (aunque también intervinieron otras personas).
Esa polémica, aunque importante, no llegó muy lejos; fue apenas un simulacro pues se definió más bien por cuáles temas abordar –los propios o los foráneos–, y no tanto por el tipo de lenguaje por utilizar, en el que ambos polemistas coincidieron en el uso de un español neutral, no vernáculo, privilegiando la cultura compartida con Occidente –España, en especial–. La preocupación por la diferencia y especificidad linguísticas de nuestro español vendría por otro lado.
Desde un punto de vista pragmático, ante las dudas ventiladas por Fernández Guardia a fines del siglo XIX sobre las escasas posibilidades de que pudiese llegar a existir una literatura nacional, basta con remitirse a las pruebas y echar un ojo al corpus textual acumulado en este siglo y pico, para saber sin duda que la literatura costarricense sí existe, no solo por el hecho mecánico de adscribir textos a un estado-nación nada más que porque ahí se escribieron, sino porque dichos textos se diferencian de cualquier otro texto escrito en otras lenguas y geografías, en cuanto cultivan un sentido de identidad y pertenencia singulares: lo costarricense.
Hay ahí una conciencia nacional particular, que se define y entreteje por medio del elogio y de la crítica. Se acepta el destino patriótico o se rechaza y, en este caso, vienen la lucha y el exilio.
Origen e identidad. Más allá de temas y estilos, hay un paisaje histórico y geográfico específico, ante el que el escritor aquí nacido y criado no puede –tal vez tampoco quiera– escapar, aunque escriba ciencia-ficción o futurismo.
Coincido con Omar Dengo cuando afirmaba que “toda nación es un principio espiritual”, aunque –agrego– un principio conformado por la historia. Lo espiritual no es algo fijo sino marcado por el tiempo; no es una esencia, sino una trayectoria.
Más que de la leyenda, nuestras primeras narraciones provienen de la crónica histórica, cuando menos si pensamos en un autor pionero y notable como Manuel Arguello Mora, sobrino del últimamente muy discutido prócer don Juan Rafael Mora, al que por cierto dio existencia literaria en parte de su obra, que valdría la pena releer en estos tiempos de polémica morista .
¿Qué decir sino maravillas del oficio de cronista nacional del diz que muy cosmopolita Fernández Guardia, quien sin duda, pese a sus poses exquisitas de joven catrín afrancesado, asumidas más para alborotar al gallinero local, es uno de los fundadores de esa literatura que él mismo negaba?
Después vendrán las novelas de Jenaro Cardona y García Monge, los cuentos de Magón y de Gagini, la poesía de Aquileo y de Brenes Mesén, el teatro de, otra vez, Fernández Guardia, pero también de Garnier y Calsamiglia. Habrá modernismo y vanguardia –Rogelio Sotela y Max Jiménez–; realismo políticamente comprometido en los años cuarenta, neocostumbrismo, novela del bananal, mas también feminismo vanguardista de Yolanda Oreamuno y surrealismo visionario de Eunice Odio.
Tras los reacomodos de la guerra civil, vino el estado de bienestar, de signo socialdemócrata, y con él el laberinto urbano que elaboró literariamente Carmen Naranjo, para mostrar, no tanto al ser humano en general, sino al costarricense de los burocráticos años sesenta y setenta; laberinto que recorrería luego poéticamente Alfonso Chase.
Hubo literatura fantástica con Cardona Peña y con Durán Ayanegui, cuyas invenciones no miméticas seguirían con autores como Oscar Álvarez y Rafael Ángel Herra. También hubo teatro moderno con Alberto Cañas, Samuel Rovinski y Daniel Gallegos.
He mencionado algunos nombres significativos de este canon sentimental, pero su verdadero número es legión. Privilegié a los narradores y descuidé a los poetas, pero mencionar tres de sus nombres quizás me redima: Lisímaco Chavarría, Isaac Felipe Azofeifa y Jorge Debravo.
Una tradición múltiple. A estas alturas de la historia nacional, una literatura propia no es asunto de aspiración y enigma, sino una realidad textual cambiante, dentro de cierto perfil y lengua.
El escritor costarricense se encuentra con una tradición múltiple. Hay un nivel local, ya centenario, ante o dentro del cual ubicarse, con un uso específico del español tico que cada quien ha de averiguar hasta dónde y cómo usar, y que implica una historia y una temática específicas.
Hay otro nivel de tradición dado por una lengua española otra, una y diversa, con lo que no se escapa al múltiple influjo panhispánico, de uno y otro lado del Atlántico, incluido también el mestizaje linguístico y cultural prehispánico y de otros tipos (que funciona igualmente en el nivel nacional).
Hay un tercer nivel más allá de la lengua, y que es la cultura occidental compartida, la greco-judeo-cristiana-secular, y aquí Platón y la Biblia , o bien Shakespeare y Flaubert, son tan importantes como Borges y Valle-Inclán o como Fabián Dobles y Marín Cañas.
Para completar el esquema, sobre todo en estos tiempos de transnacionalidad posmoderna, está el nivel mundial, civilizatorio, macrohumano, en el que también importan el Panchatantra hindú o las arábigas Mil y una noches , el Viaje al Oeste chino o el japonés Cuento de Genji , de Murasaki Shikibu.
Hoy la tradición del escritor costarricense es tan amplia como el mundo y, según sus gustos y necesidades, puede moverse sin tanto prejuicio entre lo local y lo cósmico.
Para terminar, diré que Borges tiene un ensayo cuyo título (“El escritor argentino y la tradición”) he usado parcialmente para el mío, solo que donde él escribió argentino, yo puse costarricense, y que terminaría así en mi paráfrasis: “Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo costarricense para ser costarricenses: porque o ser costarricense es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser costarricense es una mera afectación, una máscara”. Así estamos quienes escribimos al centro o en el margen de Costa Rica, entre la fatalidad y la máscara, con el universo abierto a nuestra mirada.
Adaptación del discurso pronunciado por el autor en la ceremonia de recibimiento del premio de la Academia Costarricense de la Lengua, por su novela ‘Faustófeles’.