El 30 de abril del 2000, Juan Pablo II canoniza a María Faustina del Santísimo Sacramento. Ese día el Santo Padre proclamó la primera santa del nuevo milenio y, a la vez, declaró que en el domingo segundo de pascua se seguiría celebrando en la Iglesia el Domingo de la Divina Misericordia.
Aquel domingo, el Papa dijo en su homilía: “Hoy es verdaderamente grande mi alegría al proponer a toda la Iglesia, como don de Dios a nuestro tiempo, la vida y el testimonio de Sor Faustina Kowalska. La Divina Misericordia unió completamente la vida humilde de esta humilde hija de Polonia a la historia del siglo XX, el siglo que acaba de terminar”.
Este domingo nos lanza una noticia sorprendentemente antigua y nueva a la vez: Dios nos ama, nos ama a todos sin exclusión alguna, sin importar quiénes somos o hemos sido. Un mensaje liberador y plenificante que, como fácilmente se ve y resulta urgente en nuestro tiempo desesperanzado, nos invita a vivir cerca del corazón del Señor, ser instrumentos de esa misericordia de Dios que fluye hacia los demás a través nuestro y, finalmente, a confiar: “antes el cielo y la tierra –escribía Faustina recogiendo palabras del Señor– se vuelven a la nada, que mi misericordia deje de abrazar a un alma confiada” (Diario, 1777).
Y justo hoy, en este gran domingo, la Iglesia nos alecciona con una palabra de vida que nos muestra promesas cumplidas, el triunfo del amor del Señor y, además, su cercanía amorosa.
Jesús se presenta ante los suyos cargando con las marcas de su entrega. Es claro que su cuerpo no lo ha hurtado nadie, sino que él mismo lo ha asumido al transformarse glorioso. Los discípulos reaccionan como se esperaba: gozosos. Y, poco más tarde, reciben del Maestro paz y un envío animado por la fuerza del Espíritu. No hay dudas para cada testigo: el Señor ha cumplido su promesa y su presencia es manifestación clara y externa de un triunfo más que definitivo.
Hay además, en íntima relación con el relato antes descrito, un texto independiente que acompaña la primera aparición y que tiene que ver con Tomás. En el marco de otra aparición narrada y en un cierre impresionante, Juan culmina con una confesión que es coronación de toda la cristología del cuarto evangelio: “Señor mío y Dios mío”. Agrega una bendición para todo creyente posterior: la fe de los cristianos que han creído sin haber visto no se diferencia en nada de la fe de los primeros discípulos. Esta parte final del evangelio nos muestra un Jesús cercano, amoroso, humano, acogedor y comprensivo.
Gran fiesta la de hoy y una palabra llena de vitalidad y de invitación a la plenitud. ¿Qué nos queda? Confiar y vivir en coherencia. Un gran reto en medio de este tiempo pascual.
P. Mauricio Víquez Lizano.