Nuestra historia recuerda el combate de Angostura, en Puntarenas, como el choque que frustró el intento de retornar al poder por parte de Juan Rafael Mora Porras. Este había sido derrocado el 14 de agosto de 1859 y, no satisfecho con el orden de cosas que imperaba en la nación, organizó, desde su exilio en El Salvador, un regreso al territorio costarricense con la idea de recuperar la Presidencia, de la cual se consideraba legítimo portador.
En Puntarenas. En 1898, Manuel Argüello Mora, sobrino del gobernante caído y partícipe de la invasión, publicó un libro llamado Páginas históricas. En esta obra, Argüello sostiene que quienes lidera-ban la insurrección desde tierras cuzcatlecas se movieron por un profundo amor a la patria:
“Éramos once personas contando cuatro criados: don Juan Rafael Mora, don José Joaquín Mora, el general Cañas, un coronel salvadoreño de apellido Sáenz, Clodomiro Montoya, Antonio Argüello y yo, todos desarmados”.
La estrategia de aquel grupo daba énfasis a la capacidad de convocatoria que la figura de Mora Porras tenía entre la población costarricense.
Poco antes de arribar a la comarca porteña, los insurrectos enviaron dinero para costear el traslado hasta Puntarenas de los hombres que habrían de apoyar el le-vantamiento armado.
En perjuicio de los intereses de los insurrectos, el dinero en cuestión fue malversado. A la vez, un informante ofreció, a los hombres del régimen –encabezados por José María Montealegre, cuñado de Mora Porras–, todos los detalles de la invasión que se organizaba en el destierro.
Como resultado de esa combinación de factores, el gobierno movilizó con celeridad tropas hacia el Pacífico, controló con eficiencia el estratégico punto por el río Barranca –ruta de paso obligada para ingresar en el estero porteño– y asumió el control del escenario donde se libraría la batalla por el poder.
Argüello Mora llegó a afirmar, de forma muy optimista, que unos mil hombres, provenientes del interior del país y decididos a apoyar la insurrección liderada por José María Cañas, debieron regresar a sus pueblos debido a que no pudieron cruzar el caudaloso río Barranca; asimismo, fueron disuadidos por la presencia de las tropas del gobierno en la zona.
“Quedamos reducidos a un puñado de leales y valientes partidarios, frente a un ejército de dos mil hombres”, señaló Argüello Mora con cierto desaliento.
El combate. Leamos parte de un informe ofrecido por Máximo Blanco –general en jefe del ejército de operaciones de la República de Costa Rica instalado en Puntarenas–, publicado en la Gaceta Oficial de El Salvador el 24 de octubre de 1860. El autor de este artículo lo localizó en el Archivo General de la Nación.
En el informe dirigido al comandante del puerto de La Unión en la nación cuzcatleca, Blanco detalló:
“La lucha se emprendió por mi parte el 28 último [de setiembre] con un cañoneo que duró tres cuartos de hora, dándose principio á las 8 y 30 de la noche, y 10 ó 12 minutos después cargó un cuadro de oficiales montados, con sable en mano, seguido de un batallón de infantería, que unánimemente en su arrojo se apoderaron de la fortaleza, guarnecida con una batería de siete cañones de frente y protegida por ciento cincuenta rifleros”.
De acuerdo con Argüello Mora en su libro citado, “la lucha fue corta, pero terriblemente sangrienta”. En esto parece coincidir con el informe brindado por Máximo Blanco. Este indica que sus hombres dieron “una rigurosa embestida a los facciosos en su atrincheramiento colocado en la Angostura, entre la bahía de este puerto y un estero”.
En relación con la cantidad de muertos y heridos en la refriega, los números ofrecidos por las partes no coinciden.
Argüello Mora indica que “hubo más de 60 muertos y 100 heridos del enemigo, y unos 50 entre muertos y heridos de nuestra parte, fuera de unas 15 personas asesinadas después del combate y fusiladas a sangre fría”.
En cambio, el reporte de Máximo Blanco menciona: “La jornada produjo el éxito que se deseaba, pero con la sensible pérdida de sesenta hombres que me dejaron fuera de combate, contando muertos y heridos”.
A pesar de que los datos son un tanto dispares y reflejan el sentir de los grupos involucrados en la contienda, es claro que la escaramuza tuvo dos matices esenciales: se desarrolló en poco tiempo y arrojó un alto número de decesos en cada bando.
Las secuelas. El informe oficial del comandante Blanco resulta muy esclarecedor sobre lo que siguió una vez que cesaron las hostilidades:
“Toda la facción fue aprehendida, y, después de formarse un consejo de guerra para deliberar sobre el castigo de los culpables, fueron condenados como principales á ser pasados por las armas los Señores Don Juan Rafael Mora, el tal Arancibia y Don José María Cañas; los Señores Don José Joaquín Mora, Don Manuel Argüello, Don Manuel Cañas y Don Leonidas Orozco, á salir para siempre de la República; y el resto, entre Jefes y soldados, á remitirlos al interior á fin de que el Ejecutivo determine en uso de sus facultades lo mas conveniente”.
Ignacio Arancibia fue un chileno de toda la confianza de Mora y había encabezado el levantamiento en el suelo porteño antes del arribo de los invasores.
Juan Rafael Mora y Arancibia fueron fusilados por acuerdo de un presuroso consejo de guerra que se instaló una vez que las tropas del gobierno tomaron el control definitivo de la situación.
En cambio, José María Cañas recibió la noticia de su ejecución por medio de un decreto de Consejo de Gobierno convocado con premura en la capital costarricense.
El comunicado se rubricó y envió con apremio al sitio que sirvió de escenario bélico. Cañas fue ejecutado el 2 de octubre de 1860, dos días después de que su hermano político tuviera el mismo destino.
Al año siguiente, 1861, el gobierno dirigido por Montealegre difundió un documento oficial titulado Exposición histórica de la revolución del 15 de setiembre de 1860. En él se afirma que la muerte de Mora constituye “una lección triste pero severa que los pueblos en sus días de febricitación dan a los hombres que persisten en mantenerlos bajo su servidumbre”.
A siglo y medio de acaecidos estos acontecimientos, el pasado ha dejado huellas que aún perviven en la memoria colectiva del pueblo costarricense.
EL AUTOR ES ENCARGADO DEL PROGRAMA DE ESTUDIOS GENERALES DE LA UNED Y PROFESOR DE HISTORIA EN LA ESCUELA DE ESTUDIOS GENERALES DE LA UCR.