En 1886, el gobierno de Bernardo Soto (1885-1889) llevó a cabo, bajo la dirección de Mauro Fernández, una decisiva reforma educativa, cuyas principales innovaciones fueron la centralización, la organización en grados y la secularización de la enseñanza.
Antes de esta reforma, la educación estaba bajo el control de las municipalidades y de la Iglesia Católica; en la mayoría de las escuelas, estudiantes de diferentes edades y desiguales conocimientos recibían instrucción en las mismas aulas.
En aquel entonces, el proceso de aprendizaje se concentraba en enseñar a leer, a escribir, a realizar las cuatro operaciones básicas (sumar, restar, dividir y multiplicar), y, sobre todo, a rezar. Como lo ha señalado Ástrid Fischel, el Reglamento de Instrucción Primaria de 1869 establecía que “el primero de los deberes del maestro será la enseñanza moral y relijiosa”.
Después de la reforma, el Poder Ejecutivo asumió la administración, organización y supervisión del sistema educativo. La enseñanza se estructuró en seis grados, cada uno de un año de duración (aunque las escuelas que ofrecían la primaria completa tendieron a con-centrarse en las ciudades principales). El plan de estudios se orientó en un sentido secular y positivista, y se eliminaron las asignaturas de religión e historia sagrada.
Conflicto. Realizada junto con otras reformas liberales, y en el contexto de un agudizado conflicto entre el Estado y la Iglesia Católica (el obispo Bernardo A. Thiel había sido expulsado en 1884), las nuevas políticas educativas fueron rechazadas por buena parte de la sociedad costarricense.
La proporción de niños y niñas en edad escolar que asistían a la escuela disminuyó de 46,9% en 1885 (es decir, antes de la reforma) a 31,6% en 1889.
Esa caída de más de 15% en la cobertura escolar tuvo por trasfondo el creciente descontento de la población con el gobierno de Soto, en cuyo marco se constituyó una amplia oposición política, liderada por José Joaquín Rodríguez y Rafael Iglesias, y apoyada decisivamente por los eclesiásticos. En tal contexto, la clerecía hizo campaña sistemática contra la educación laica.
Luego del triunfo de los opositores en los comicios de noviembre de 1889, el nuevo gobierno de Rodríguez, en junio de 1890, emitió –como lo ha mostrado Claudio Vargas– un acuerdo mediante el cual la enseñanza religiosa fue reintroducida en la educación primaria, aunque con un carácter no obligatorio. Así, sólo recibirían este tipo de instrucción los hijos e hijas de padres de familia que así lo desearan.
Como respuesta a esta nueva política, la cobertura escolar se recuperó pronto. En 1890, 35,2% de todos los niños y niñas en edad escolar asistieron a las aulas, propor-ción que ascendió a 45,1% en 1892, y a más del 50% en 1893.
Alcances de la secularización. Sin duda, uno de los aspectos menos conocidos de la reforma educativa de 1886 fueron los alcances de la secularización, tema sobre el cual el conocimiento disponible es esporádico y fragmentario. No obstante, algunas tendencias empiezan a ser reconocibles.
Ante todo, es claro que ni los eclesiásticos ni los políticos e intelectuales católicos quedaron satisfechos con el acuerdo de junio de 1890, y, durante el resto del siglo XIX y las primeras décadas del XX, procuraron que la enseñanza religiosa se restableciese con carácter obligatorio.
En buena medida, ese esfuerzo respondía a que había una proporción considerable de los padres de familia a quienes, por diversas razones, no les interesaba (o les era indiferente) que sus hijos recibieran ese tipo de instrucción.
Igualmente, debe destacarse que, hasta donde se conoce, la creciente feminización del personal docente de primaria no supuso que las maestras, de manera sistemática, impugnasen directa o indirectamente la secularización de la enseñanza, o se esforzaran por sabotearla por medios velados o sutiles.
Uno de los pocos casos sobre los que se tiene información fue consignado por el periódico La Tribuna el 26 de abril de 1927. De acuerdo con este diario, en la escuela de Taras, Cartago, su director, Ignacio Barahona, “prohibió a las cuatro maestras a sus órdenes los ejercicios de rezos y oraciones que practicaban con los alumnos a cada instante; tal disposición enojó a las maestras, las que dispusieron dimitir en cuerpo. Las renuncias fueron aceptadas ‘incontinenti’ por el Secretario de Educación Pública”.
En esa misma edición, La Tribuna consignó las declaraciones del jerarca a cargo de esa Secretaría, el bibliófilo y escritor Luis Dobles Segreda, quien manifestó:
“Las maestras de escuela ponían a rezar a sus niños a la entrada y salida de clases. El director prohibió esta costumbre y las maestras en señal de protesta renunciaron en cuerpo. El director está en lo justo. Rezar es bueno y saludable para el espíritu, sobre todo si se pone el corazón en ello. Pero para esto están el templo y la casa; el silencio recogido y hermoso en que el hombre queda a solas con Dios”.
De seguido, Dobles Segreda resaltó: “La escuela es laica y no puede apretar la conciencia de los niños para [obligarlos] a rezar”. Con el fin de adelantarse a una posible crítica, el Secretario indicó:
“Se me dirá que lo hacían [rezaban] por propia voluntad, pero la escuela no puede autorizar tales prácticas, sino a las horas en que caen las clases de religión. El director llamó la atención con completa justicia y dentro de la ley. La protesta de las maestras y la amenaza de retiro es indisciplina contra sus jefes e intolerancia imperdonable en personas que están llamadas a educar de un modo más amplio la mente de sus niños”.
Como lo evidencia ese caso, directores e inspectores de escuela, entre otras autoridades educativas, podían influir decisivamente en que se respetara la secularización de la enseñanza.
Sin embargo, es probable que una significativa proporción de maestras y maestros estuvieran identificados con la secularización ya que habían sido formados en las secciones normales del Colegio Superior de Señoritas y del Liceo de Costa Rica, o de la Escuela Normal, instancias todas herederas de la visión positivista y secular que orientó la reforma educativa de 1886.
Recatolización. A inicios de la década de 1940 se realizaron varios cambios institucionales que reforzaron la posición de la Iglesia Católica en relación con la educación.
En un marco en el cual la jerarquía eclesiástica apoyó con entusiasmo las reformas sociales impulsadas por la administración de Rafael Ángel Calderón Guardia, dicho gobierno aprobó varias medidas favorables a la clerecía.
La principal fue invertir los términos del acuerdo de junio de 1890: en adelante, todos los niños y las niñas recibirían instrucción religiosa –ahora, una asignatura de aprobación obligatoria–, excepto que los padres de familia dispusieran lo contrario.
Con esa modificación se inició un proceso de recatolización del sistema educativo costarricense que, según datos preliminares, tuvo un carácter limitado hasta finales de la década de 1960 e inicios de la de 1970.
En este período, la última generación de docentes formados bajo al paradigma de la educación laica empezó a jubilarse, y su relevo fue asumido por maestros y profesores entre los cuales parece no haber prevalecido la delimitación entre enseñanza y fe que defendía Dobles Segreda en 1927.
EL AUTOR ES HISTORIADOR Y MIEMBRO DEL CENTRO DE INVESTIGACIÓN EN IDENTIDAD Y CULTURA LATINOAMERICANAS DE LA UCR. EL PRESENTE ARTÍCULO SINTETIZA ASPECTOS DE UN LIBRO EN PREPARACIÓN SOBRE LA EDUCACIÓN COSTARRICENSE.