Gracias a su habilidad logró poner fin al enfrentamiento entre Luis XIII y su madre. Por ello recibió en 1622 el capelo cardenalicio. Dos años después retornó al Consejo Real, del que se convirtió en jefe. A partir de entonces y hasta su muerte fue el árbitro de la política francesa: consolidó la monarquía en detrimento de la nobleza y configuró los fundamentos del absolutismo. Reprimió a los campesinos y a los hugonotes, pero fue tolerante con ellos. Tras derrotarlos en La Rochelle en 1628, proclamó el edicto de gracia de Alés y anuló sus privilegios.
Complejidad y aparentes contradicciones presidieron su actuación al frente de los asuntos de Estado: no dudó en aliarse con los protestantes y darles apoyo en la guerra de los Treinta Años, para asegurar la posición de Francia frente a los Habsburgo . Tal enfrentamiento, convertido casi en su obsesión, lo indujo a intervenir en Italia y a intrigar entre los príncipes alemanes. En España, apoyó los alzamientos de 1640 en Cataluña y se anexó el Rosellón. Respaldó a los portugueses para su separación de la Corona española. Estas acciones disgustaron, pero el rey le mantuvo confianza y lo nombró duque-par.
Su política económica de corte mercantilista fue condicionada por los grandes gastos ocasionados por las guerras contra los Habsburgo. La necesidad de generar recursos provocó rebeliones campesinas en Perigord en 1635, en Limousin y Poitou en 1636 y en Normandía en 1639. En este marco se inscribieron también sus tentativas coloniales en Canadá y Madagascar, y la creación de compañías monopolísticas en Martinica y Guadalupe. Pero en todos los frentes hizo valer la razón de Estado; con este propósito articuló la Administración y las instituciones políticas alrededor de la figura del monarca, en quien hizo recaer el poder absoluto. Falleció en París. Había escrito: "En cuestiones de Estado, quien tiene la fuerza con frecuencia tiene la razón, y aquel que es débil difícilmente puede evitar estar equivocado".