Leímos en la prensa que el texto dramático Los que pintan el cielo, de Ishtar Yasin, está inspirado en una obra que ella escribió hace unos siete años y que no despegó del papel, con el título de Trimancia, y que ahora se muestra en el escenario del Centro para las Artes, en la Universidad Nacional.
Los dos personajes trimáncicos del texto original pasaron a diez: la pareja de Rosaura y Florindo busca darle alguna coherencia interna a la obra, con las presencias de un actor payaso, un cuenta cuentos, un pinta cuerpos, un músico sordo, un mago, una bailarina y unos danzantes azules.
La escenografía de Pilar Quirós nos da el ambiente y su atmósfera, con un lugar lleno de miseria material, especie de tugurio físico, sitio que computa solo para los discursos demagógicos de los políticos y no para la preocupación de quienes se enriquecen en el juego globalizado de las ganancias económicas. En ese mundo marginal vive y se expresa, desde sus sentimientos y utopías, un grupo humano dedicado a la inteligencia del arte frente al fetichismo por la mercancía.
Esos artistas sienten hambre y su signo vital es subsistir. Por eso, Ishtar Yasin nos repite la frase del escritor José Saramago: "La obscenidad más completa es que un ser humano pueda morirse de hambre". De alguna manera, Yasin quiere plasmar ese pensamiento en una puesta en escena lúdica, interdisciplinaria con danza, teatro, música, mímica y lo audiovisual.
¿Lo logra? Ahí está la piedra en el zapato, la que nos molestó durante toda la función, por lo poco clara que resulta la puesta en escena en conceptos, con sus excesos cinéticos y su poca percepción del equilibrio. Con el avance de la puesta en escena, esta se veía cada vez más abigarrada. Del dicho al hecho se abría un gran trecho, sin crecimiento dramático alguno.
Sin clímax ni intensidades, sin progreso ni giros, sin abrir perspectivas ni expectativas, el trabajo en escena nos resultaba cada vez más plano y esquemático: "como jugar a las cartas en una mesa en la cual todos tienen ases" (según el símil que alguna vez escribió Raymond Chandler).
No negamos el esfuerzo de los jóvenes actores por llevar a buen puerto su propuesta, se les notaba que querían pintar el cielo ante nosotros espectadores, pero no podían superar el rígido embrollo escénico. Salimos con la sensación de que los amantes del arte se dejaron para sí sus hambres.