Señor de los caballos (The Horse Whisperer). Dirección: Robert Redford. Guión: Eric Roth y Richard LaGravenese. Fotografía: Robert Richardson. Música: Thomas Newman. Con Robert Redford, Kristin Scott Thomas, Scarlett Johansson, Sam Neill, Diane Wiest, Chris Cooper. Estadounidense, 1998. Estreno.
Es notable la expansión semántica que adquiere el verbo susurrar en El señor de los caballos. A tal punto que podría decirse que la película misma es un largo susurro.
Porque la intención y el tono con que Tom Booker (Redford), susurrador de oficio, calienta las orejas del caballo Pilgrim llega también a los sentidos y el corazón de Annie (Scott Thomas) y ejerce un efecto curativo doble, aproximando a dos especies incomunicadas cuando "la existencia -como diría bellamente Henry James- ha sido interrumpida por un pesar".
Un accidente se halla al inicio de todo: ahí muere una amiga de Grace (Johansson) y a esta le deben cortar una pierna, mientras Pilgrim reacciona de un modo temible, presa de la rebelión y la ferocidad. Annie, la mamá de Grace, piensa que la curación del caballo será también la de su hija y decide que los tres se marchen de Nueva York a Nevada para poner al equino en manos del susurrador.
El mérito de la película radica en el paralelismo de las dos historias: la recuperación de Pilgrim y el renacer de Annie, quien comprende a la postre que el duelo no se puede negar; y que el autocontrol y el mutismo afectivo son empeños inútiles, como querer surcar el agua con una espada, que nos aislan de la vida.
Finalmente, Annie y Tom -dos universos remotos- quedan ligados por el amor y el conflicto. No voy a contar cómo termina esto, solo diré que Redford asume que todo heroísmo existencial requiere una cuota de sacrificio. Les regalo esta clave.
Las actuaciones resultan impecables y la fotografía de Robert Richardson, pletórica y sugerente, no cae jamás en el pecado de la ornamentación. Discurrimos así, a lo largo de casi tres horas, absortos de un relato incitativo y preciso, cuya magnífica continuidad no es tocada por un solo corte abrupto.
Estamos, pues, frente a una película de gran calidad y de indiscutible presencia espiritual. Película que confirma el brillante itinerario de Robert Redford como realizador y su compromiso con el cine-cine; y que nos hace mirar incrédulos el reloj al levantarnos de la butaca, porque el tiempo no pasó - ¡oh magia! - mientras las luces permanecían apagadas.