En el público espectador, es muy común que una película sea juzgada tan solo por su argumento. De alguna manera, es la línea más fácil para hablar de la calidad de un filme. A los críticos nos toca ir más allá de ese concepto lineal.
En el caso de Traidor (2008), cinta dirigida por Jeffrey Nachmanoff, también coguionista con Steve Martin, uno le agradece que su argumento no esté cocinado visualmente en una sala de montaje (como es común ahora con las cintas de acción), pero le reclamamos su abundante superficialidad en el tratamiento del tema.
Es que la película trabaja como si su trama fuera el contenido (o sea, hace lo mismo que el público al juzgar un filme), cuando –en realidad– el argumento es tan solo la primera generalización del contenido. El filme se embarca en la acción propia de un thriller común, atenido al buen ojo del director para sacar una buena puesta en imágenes, ¡y eso que es su ópera prima!
En este momento entendemos que esa atención por el acabado formal es un lastre que magnifica la superficialidad de la trama, con personajes poco creíbles y con consideraciones ideológicas que resultan como metidas con calzador.
Es el maniqueísmo tramposo: los estadounidenses son las víctimas de una guerra religiosa (solo religiosa) y criminal de parte de los árabes (vistos como un solo conjunto: idénticos todos).
Las consideraciones ideológicas, por sí, no tendrían mayor peso que lo anecdótico –sobre todo en un thriller –, pero en Traidor repercuten negativamente y provocan la irregularidad del filme, sobre todo por ser tan insistentes.
Al final, la cinta recupera su estilo (acción), pero es tarde, y ese final resulta inverosímil, por lo que refuerza lo convencional de la película y su tono de medianía.