La película Sin lugar para los débiles (2007), de los hermanos Coen, Ethan y Joel, se comporta como una sola unidad temática, como un sintagma. Uno queda como aplastado después del final y esa sensación se queda por mucho rato.
Así es la fuerza expresiva del filme, pese o gracias a su morosidad narrativa. Es una gran metáfora sobre la sociedad humana y, específicamente, sobre un país (Estados Unidos), que camina hacia la acentuación de sus propias contradicciones, hacia el despeñadero, ante la mirada inutilizada de quienes saben que el pasado fue mejor.
Muy bien estructurado, el guion de Ethan y Joel Coen –según la novela de Cormac McCarthy– relata lo acaecido en el estado fronterizo de Texas, en 1980, cuando un cazador de antílopes, cerca de Río Grande, descubre a unos hombres asesinados, un cargamento de heroína y dos millones de dólares.
De ahí en adelante, el cazador será perseguido por un psicópata sin asco para matar y por otros que andan tras el botín millonario.
Esa es la historia, que puede ser paladeada por sí sola, pero que se exprime más desde el campo de las interpretaciones (verbigracia: recuérdese la metáfora sugerida líneas atrás).
Así entendemos mejor lo pausado del filme, la interdependencia de sucesos, el rigor de los parlamentos, el final abierto, la caracterización de personajes y la impecable dirección de actores (extraordinaria la actuación de Tommy Lee Jones). La cinta es un solo corpus.
El filme es tan acompasado como profundo, con perverso sentido del humor para enfocar la realidad social ahí mostrada. Formalmente es cine perfecto: los Coen saben hacer cine, una y otra vez. Ellos son hábiles en el manejo de la sintaxis cinematográfica.
No les aceptamos, eso sí, la mirada estandarizada y xenofóbica sobre los latinos: es hora para que Hollywood acepte que los malos no siempre hablan en español.