
Cincinato fue un antiguo romano a quien le pusieron el nombre de una ciudad de los Estados Unidos: prueba de que Cincinato se adelantó a su tiempo. Como se verá luego, Cincinato fue una sobredosis de humildad. Casi siempre, los modestos son personas que realmente saben cuánto valen, pero no fue tal el caso de aquel cónsul de Roma.
Cuando lo detenían en el foro para felicitarlo por ser tan precursor de Cincinnati, nuestro héroe respondía que no era para tanto; que, para adelantarse al futuro, lo importante es haber nacido antes.
Empero, lo que el humilde Cincinato no añadía es que, si aquel mérito hubiese estado al alcance de todos, todos habrían nacido antes.
Como fuere, ya no se ven más ejemplos de humildad en la política. Cualquiera ansía ser presidente; o sea, praesedens (quien se sienta delante), el “primero entre sus iguales”. El problema es que algunos no queremos ser iguales a él.
Pretenden gobernarnos quienes se demoran más contando su dinero que sus méritos.
En el año 458 a. C., los ecuos invadieron a los romanos antes de que los romanos invadiesen a los ecuos. Para reparar esa injusticia, el senado designó cónsul a Cincinato, quien ganó la guerra contra los ecuos y de inmediato renunció al poder y volvió a arar sus campos.
Cincinato renunció pues nadie confundía entonces sus fincas con sus países. Hoy, renunciar al poder es como renunciar a una herencia (o ¿acaso no es una herencia y gobernar no es ya una fraternidad?).
Los ejemplos crecen conforme se reducen los valores. En los Estados Unidos del siglo XVIII, el ejemplo de Cincinato sofrenó ambiciones, y a George Washington se llamó “moderno Cincinato” pues renunció a un tercer gobierno y se retiró eglógicamente a ver cómo cultivaban la tierra sus esclavos.
Hubo más: en 1783, militares estadounidenses crearon la Sociedad de los Cincinatos, que se proclamó hereditaria. Demócratas radicales, como Thomas Jefferson, rechazaron vanidad tan sucesiva.
En 1784, en una carta a su hija Sarah, Benjamin Franklin –hombre consentido del humor– satirizó aquella “herencia” y propuso imitar a la China, “la nación más sabia de todas”, en la que el honor no bajaba sino subía pues el emperador ennoblecía a los padres (no a los hijos) de los plebeyos virtuosos.
Honra a sus padres quien, con sus actos, confirma que fueron sus mejores maestros, nos revela Confucio en el Libro de la piedad filial .