A LO MEJOR, EN EL Líbano, esa noche también llovía. De haber caído algo, ojalá también haya sido agua. La cosa es que, esa noche, nuestro Lubnán (Líbano en árabe) abrió sus puertas con muchísima puntualidad, cuando las gotas apenas empezaban a caer sobre junio. Exactamente a las 6 de la tarde, cuando el Paseo Colón deja de ser un camino para convertirse en un obstáculo, los meseros del único restaurante de comida libanesa de la zona se estaban terminando de anudar sus galas.
Entrar fue cruzar en silencio el salón vacío y observar la disposición de las mesas, listas para la convivencia. Ser el primer cliente de la jornada vespertina era como ser el primer habitante del planeta. Dos pasos antes de chocar con la pared del fondo -los que no ven más allá de su nariz es porque son miopes- sobrevino el descubrimiento: una puerta lateral.
Lo que parecía una ruta de escape hacia la cocina o los baños, en realidad conducía a la parte más informal del restaurante, el bar, donde también había mesas y un par de pequeños salones con toldos y mesas bajitas, para comer con más discreción y más estilo.
El centro de la zona era una barra rodeada de bancos con piel de vaca (o vacas con cabeza de banco), un televisor y una trama de telas azules cubriendo la frialdad de los neones. También había lámparas y adornos en árabe, alfombras y las anotaciones de un partido de polo -afortunadamente mudo- que emanaba del televisor.
Nos sentamos en una de aquellas mesas de semblante mullido y pedimos una vela cuando en realidad debimos haber pedido una "candela". ¿Qué íbamos a velar? Una vez explicados al mesero los problemas con la miopía, accedió a subir un poco más el volumen de la luz.
Término medio oriente
No contamos cuántos platos había en el menú, pero había de sobra: como dos páginas de entradas, otras dos de platos fuertes, una más para especialidades y otra más para bebidas. El pequeño menú valía su peso en ingredientes, todos típicos de la comida libanesa.
Para no repetir el menú en su idioma original -hummus (puré de garbanzos), tabule (ensalada de trigo, tomate y perejil), kebbe (carne molida con trigo, al horno), falafel (tortas de garbanzo) o tahini (pasta de sésamo)-, mejor léanse ingredientes como pepino, carne de res, garbanzos, limón, chuletas de cordero, ajonjolí, ternera, berenjena, trigo, aceite de oliva, cebolla, hojaldre, perejil, nueces, canela, arroz con lentejas, vainicas, hojas de parra, hojas de repollo, yogur seco&...;
En la mesa de Lubnan convive un abanico de productos que a nosotros, creadores del gallopinto, jamás se nos ocurriría mezclar y mucho menos emparentar, pero, por suerte, a ellos sí.
¿Con qué bebida acompañar todo aquello? Sedientos de consejo, decidimos irnos en seco. Aunque una copa de vino de la casa no estaría mal, pensamos. Finalmente, lo que no estuvo mal fue la copa.
De entrada, no tuvimos que haber pedido entradas, pero no por malas. En nuestro comprensible afán de probarlo todo, ellas resultaron innecesarias frente a la magnitud y diversidad de una mezza para dos personas, que fue lo que pedimos.
Una tablita de carne "cruda", que se hacía acompañar de puñitos de sal, curri y ademanes caninos, y unas empanadas de espinaca y tomate -más bien ácidas- fueron un exceso frente a la mezza, una especialidad de 15 platos diferentes, servidos en porciones independientes y con una canasta de pan pita.
Nos dieron las horas comiendo, y los platos, aún con comida, parecían haberse multiplicado en las cuatro esquinas de la mesa. Alrededor de aquella mesa podrían haber ocurrido muchas cosas, y ella no hubiera perdido actualidad: hubiese aguantado hasta tres conversaciones más, una siesta y dos películas.
Fuimos nosotros quienes nos quedamos cortos frente a sus posibilidades, así que pedimos un delicioso café sin azúcar (amargo para serenar la dulzura) y empacamos nuestros restos mortales en un abrazo de despedida.