Cuando La Nación cobró vida, el 12 de octubre de 1946, George W. Bush, el hombre más poderoso de la Tierra, tenía 13 semanas de nacido. Por extra-ña coincidencia, William Jefferson Clinton (Bill, para sus amigos), estaba por cumplir dos meses de haber llegado a un planeta que controlaría 47 años después.
¿Feliz conjunción o curioso presagio? Difícil saberlo sin pensar que ese mismo año se había disuelto la Liga de Naciones para dar paso a la Organización de las Naciones Unidas. O que poco antes –el 13 de agosto, para reivindicar la precisión periodística–, había fallecido H. G. Wells y nos heredaba La máquina del tiempo y La guerra de los mundos como catalejo de los conflictos y los avances tecnológicos que traería consigo el futuro.
La Nación nace en un Año del Perro, o 4704, del calendario chino, a cuyos nativos se atribuye –entre otras– la virtud de querer resguardar la sociedad y el interés público general.
Es compañera de cuna de Silvio Rodríguez, Cher y José Carreras, de La peste y El señor Presidente , pero no llegó a tiempo, por no más de seis meses, para registrar el obituario de Martin Bormann y John Maynard Keynes.
Pero nace con ímpetu y determinación, en un San José recoleto de pocas calles asfaltadas, acostumbrado al paso del tranvía, de escasos automóviles y de carrozas fúnebres de cochero de librea y palafreneros elegantemente uniformados. Un San José que habría de vivir, poco después, acontecimientos políticos únicos en la historia de Costa Rica.
Y se gesta en el corazón mismo de la capital, a dos cuadras de la avenida Central, en un local que en la década de los 80 respiraría swing , merengue y sobre todo salsa, por los seis costados, para imprimir en compases de cuatro tiempos la versión nacional del legado dominicano de Johnny Pacheco: Discoteque Salsa 54.
Para quienes requieran otras coordenadas, la ubicación original del nuevo diario era 50 metros al sur del antiguo Bar Azul, hoy AutoMercado Central Morazán.
El edificio, de madera, fue medianamente acondicionado para llenar la función a la que estaba destinado. Después de todo, aspirar a ser “la más libre de las tribunas, desde donde los ciudadanos todos –y nosotros en la primera fila de combate– defiendan honrada, libre y tenazmente los elevados intereses nacionales”, como proclamaba el primer editorial, no se medía en metros cuadrados.
En la planta alta convivían, en estrecha relación, una oficina que compartían el director y el jefe de redacción, y un saloncito para las reuniones de la junta directiva. En ese piso también estaban la agencia de anuncios, el taller de fotograbado, el archivo de los clisés y la sala de los despachos cablegráficos internacionales.
Los vecinos de la planta baja, en proximidad de hacinamiento también, eran el taller completo (rotativa, despacho y bodega de papel), la administración y otra bodega para materiales.
A la cabeza del nuevo proyecto estaban Sergio Carballo Romero como director, Ricardo Castro Beeche como gerente, y Jorge Salas en la administración. Y la planilla de redactores la conformaban Adrián Vega Aguiar, Salvador Lara, Eduardo Chavarría, Federico González Campos, Claudio Ortiz Oreamuno y Joaquín Vargas Gené. Además, Hortensia Echeverría sería la cronista social.
A esa nómina se sumaban los fundidores, prensistas, formadores, radio-operadores, grabadores, fotógrafos, correctores, y la planilla administrativa.
Se contaba con el servicio de noticias cablegráficas Internacional News Service y hasta con un agente representante en Estados Unidos: SS. Koppe & Co., con oficinas nada menos que en la Quinta Avenida de Nueva York. Por ahí fluirían la tinta y el papel desde fábricas y molinos.
La gerencia y la administración compartían número telefónico (4892); la agencia de anuncios tenía a disposición del público el 5493, y la dirección contaba con una extensión de este último número: la J-5493. El precio de portada se había fijado en ¢0,10 el ejemplar “suelto”, y la suscripción mensual costaría ¢2. Todo estaba listo.
De ese arsenal de recursos iba a salir, pues, la primera edición, el sábado 12 de octubre de 1946, cual convoy de 48 páginas cargadas de noticias, a disputarle lectores, palmo a palmo, a La Tribuna y La Prensa Libre .
Y ahí mismo nacía el diario que en las siguientes seis décadas habría de convertirse en referente obligado en la vida pública costarricense. Para bien y para mal.
Pero ese análisis queda para los teóricos de los medios y de las ideologías y es mejor regresar, imaginación a punto, hacia ese pequeño mundo de dos plantas que albergó al periódico en sus primeros seis años.
Todas las salas de redacción se parecen entre sí pero no hay dos iguales en el mundo. Y esa sala no habría de asemejarse a ninguna otra.
Redactores de traje de casimir y corbata. Pantalones de pliegues y relojes de bolsillo, con lentina a la vista. Quizás sombrero al final de la jornada. La cronista social de falda de tubo, vestido etéreo de encaje, blusa de raso o satín. O traje sastre masculino, media de nylon con costura atrás y zapato de tacón grueso. Siempre puntual en el cumpleaños y más que generosa en la descripción de los hechos.
Las consultas y decisiones pululan sin horario, a partir de una organización base, de arranque, cuya permanencia es tan frágil como la propia realidad.
A partir de ese momento, el “ejército” de redactores toma las calles y se interna en el Congreso, el Registro Electoral, los tribunales. Va a la caza de las declaraciones del presidente Teodoro Picado y espera que el hilo inalámbrico confirme la noticia de que los once exfuncionarios nazis condenados a morir en la horca por el tribunal militar internacional de Nuremberg permanecieron colgados por espacio de 15 minutos, como se dispuso.
Es la tarea de “recoger las declaraciones de un personaje destacado en cualquiera de las actividades humanas, pergeñar una crónica, dar cuenta de un suceso, adelantar una información develada revelando secretos celosamente cubiertos, predecir una situación política, mercantil o social…”. Así lo describía un artículo de página completa titulado “Cómo se hace y quienes hacen La Nación”, publicado en 1947 con ocasión del primer aniversario del periódico.
El ritual de recoger la cosecha de la jornada diaria, y con ella dar vida al periódico, pasa por la taza de café, la pierna cruzada sobre el vértice del escritorio de metal, el humo de cigarrillos Piel Roja, tal vez Ticos, sin filtro, mientras se redondea esa nota resbalosa que desafía la hora del cierre.
Ahí, el tecleo furioso de las máquinas de escribir, la campanilla puntual que avisa del final del recorrido y el segundo de descanso que se toma el retorno del carro, son las piezas mecánicas del engranaje creativo.
Entonces las cuartillas van brotando de las Adler, de las Olympia, de las Remington, como si se deshojara una mazorca. Y las páginas van tomando decenas de formas en los hechos y los acontecimientos impersonales, pero también en las venturas y desventuras personales.
Pronto, los recuentos, las historias, las notas de opinión, el material de relleno, las noticias, claro, las noticias, están listas para la metamorfosis de la impresión. En ese momento, a partir del antiguo sistema de composición de textos a mano con componedor y regleta; años más tarde, gracias a Ottmar Mergenthaler, con la linotipia, que mecanizó dicho proceso de composición.
Lo demás eran lingotes de metal, planchas, galeras, marcos de página, matrices, cilindros, papel y tinta. Y se obraba el milagro de la reproducción.
Por esas fieles máquinas de escribir pasó el movimiento revolucionario en la región sur del país, que derivó en la guerra civil del 48; pasó el crimen de Colina y la creación de la Banca Central.
Por esa línea de cable que unía al mundo se filtró la muerte de los integrantes del equipo Turín, campeón de Italia, en un accidente de aviación en Italia, así como el fallecimiento de Stalin y de Albert Einstein.
Todos esos moldes de composición registraron el robo de la Virgen de los Ángeles y la visita del vicepresidente norteamericano Richard Nixon. En plomo fundido quedó el célebre “Maracanazo” de 1950, que le dio el campeonato mundial de futbol a Uruguay, y de la victoria de Alemania, cuatro años después.
En 1956 La Nación estrenó oficinas cerca de su sitio de nacimiento. Construyó un edificio en forma de “L” al costado este de la Librería Lehmann, con salida también a la avenida primera.
Y no dudó en promocionarlo: “En solo diez años, LA NACIÓN pudo pasar de inquilina a propietaria de uno de los edificios periodísticos mejor instalados del istmo”, se ufanaba en describir un redactor en una nota publicada en la página 18 de la edición del 12 de octubre de 1956.
Veintidós años después, La Nación ocupó su actual edificio, y cerró un capítulo especial de su historia al reforzar y completar un proceso de modernización tecnológica que llega hasta nuestros días.
Pronto las bullangueras máquinas de escribir callaron y la virginal hoja en blanco cedió ante la pantalla de puntos luminosos. Había irrumpido la era digital.
Se empezó luego a trabajar en normar los criterios de escritura, en ordenar la forma de presentar los contenidos, en ponderar las tipografías y en descubrir elementos de ilustración.
El diario se preparaba para la segunda mitad de su edad actual, privilegiando siempre lo que ha sido quizás una de las fórmulas de su éxito: la mezcla precisa de innovación y tradición. La edición que usted tiene ahora en sus manos es un fiel reflejo de esa apuesta.
La vieja edificación de madera de los 40 ya no existe y sus ocupantes de entonces se han ido. Pero lo que hicieron tuvo tanto sentido, y fue tan homogéneamente bien hecho, que sus sucesores, y los sucesores de sus sucesores, siguen fieles a ese ritual.
Hoy, La Nación como unidad es igual y es totalmente distinta a la que produjo la primera edición del diario. Es un poco el “gatopardismo” de cambiar algo para que todo continúe inalterable.
Parado a la entrada de ese pequeño manicomio organizado que es una redacción, bien temprano en la mañana, sin prestar atención a los computadores ni a otros signos externos de modernidad, cualquiera diría que corre el año 46, el 77 ó el 95; el que se quiera.
De la batalla de la noche anterior han quedado tazas y papeles en desorden sobre los escritorios, asignaciones pendientes, bolígrafos olvidados y gavetas abiertas, instrucciones en vela, signos de interrogación sobre la nueva jornada que se avecina. Es el reposo del guerrero.
Pronto la sala se colmará de voces y órdenes. Brotarán los avisos y decisiones. Y el “ejército” se lanzará a las calles de nuevo, a seducir la noticia y queriendo creer que ya no hay asombro posible.
No podría ser de otra manera. Todo periódico es un acto de muerte y resurrección que se repite a diario, como si de perpetuar una especie se tratara.
Cada madrugada trae consigo un alumbramiento, pero al promediar la noche llega indefectiblemente un nuevo fin. Y en ese ciclo vital de reproducción radica el encanto de un agotador pero adictivo oficio.