Las pintoras norteamericanas que enseñan sus obras en estos veraniegos espacios josefinos están plenas de vitalidad y dinamismo, ejercen un oficio generoso en el color y atacan sin trepidar formatos gigantescos.

Una suerte de alegría primigenia, de vitalidad, se refleja en los collages de Josette Urso, esas mantas polícromas donde el material textil está cosido para parodiar todos los efectos de la pintura e inventar, de paso, transparencias táctiles inéditas. Criaturas, plantas o flores conviven en un glorioso maremagnun, como en el jardín finisecular de Klimt, el taciturno.
El término exacto para nombrar este arte es divertimento, que muchas veces alcanza cimas; pero en ocasiones se estrella en los guindos de lo pueril y redundante por un cierto mal gusto en la elección de los abalorios y cachivaches pegados al soporte. Falta autocrítica a la hora de presentar obras menores.
Las americanas son admirables porque utilizan enfoques esencialmente femeninos y amplían el registro de nuestras sensaciones. Inventan mundos de extrema sensibilidad que Nancy Scheinman concibe como paraísos feministas prohibidos a los hombres, o dibujan coreografías estáticas con modelos encerradas en vestidos trasparentes, gaseosos, inconcebiblemente tenues, trabajados con los registros más livianos del pincel y el grafito. Esa es Deborah Donelson.
En esa competencia por quién es más ingrávida y sutil, Martha Macks llega al colmo con una serie de apuntes de poco interés, pobre color, láminas dedicadas con un humor que se nos escapa, a los inocentes murciélagos.
Joan Erbe es un poco más contundente: crea personajes de parodia, de ojos desorbitados y tiernos, como niños transformados en devastadores muñecos salidos de una demoniaca celebración cumpleañera.
Hasta ahí llega el pathos americano.
Son envidiables artistas que viven este fin de siglo sin inquietarse por su pulso convulsionado en la hecatombe ecológica, ni por las guerras con sus genocidios televisados. No se ocupan de las migraciones de pobreza ni de las fronteras derrumbadas por el imperio de la droga: buenas y dichosas artistas que viven en los retazos del american dream, produciendo un arte refrescante. Ellas me recuerdan una canción de West Side Story: "I want to live in America!" ¡Yo también!