Ese gordito medio calvo, pequeño, traserudo y como una ballena tirada panza arriba hizo del crimen un hábito y del suspenso un vicio. Solo Alfred Hitchcock pudo amarrar a sus espectadores contra las butacas, mientras un grito sordo apretaba sus gargantas y sus uñas rasgaban los asientos.
El hombre que sabía demasiado plasmó su sombra en cada una de las 58 películas que filmó en 55 años, dando rienda suelta a sus miedos y obsesiones.
De acuerdo con biografías oficiales, “Coky”, como le apodaban sus amigos juveniles, nació en Londres en 1899; once años después de que
Religiosamente, cada noche, antes de acostarse y de pie, en actitud solemne, Alfred confesaba a su madre todo lo que había hecho en el día, buscando en su alma algún pecado. Así compendió un catálogo de prohibiciones, represiones, negaciones, amenazas de juicios celestiales y penurias infernales que hicieron de su vida una trama macabra.
La vida interior de Hitchcock era un vértigo. En el colegio lo despreciaban por obeso y torpe; fue severamente educado por los jesuitas y un padre terrible que de niño lo encerró varias horas en la celda de una comisaría.
En 1920 consiguió empleo como rotulador de películas mudas; así, el destino le abrió una ventana indiscreta para que pudiera delinquir a plena luz del cine. Cinco años después era un connotado director británico que tenía a su haber nueve películas mudas y más tarde, en 1929, el primer filme sonoro inglés:
Hitchcock hizo del cine una catarsis y centró sus películas en temas como el adulterio, el crimen y las psicopatologías propias de su atormentado yo interno.
Maniático y obsesivo hasta la pared de enfrente, hacía minuciosas maquetas de cada escena, al punto que en el famoso asesinato de Janet Leigh en el baño (
Era un glotón desordenado y vivía horrorizado por su figura oronda y hacía constantes dietas: llegó a perder 40 kilos pero pronto los recuperó. Su egolatría lo impulsaba a breves apariciones en cada película, que eran su firma particular. Su primera aparición fue en
Miedo y erotismo fueron las reacciones que despertó en sus actores y actrices. “El miedo es la emoción a la que están más acostumbrados” explicó Hitchcock, porque siempre tienen miedo al fracaso o al éxito. Los trataba como “vacas” y les gastaba bromas muy pesadas.
Hitchcock los tiraba por una montaña rusa de emociones construida con estrangulamientos, venenos, naufragios, secuestros, traiciones y un frenesí de esquizofrenias resueltas a cuchilladas.
Daniel Spoto, biógrafo de las estrellas, exhuma en
Misógino por vocación descargaba sobre sus actrices todas sus frustraciones; las idolatraba por bellas, pero las sometía a extenuantes jornadas y las insultaba. Humilló a Madeleine Carrol, en
Sobre Hedren, madre de Melanie Griffith, descargó su morbidez sexual, su neurosis y sus manías. Controló sus amistades, horarios, comidas, vestuario, todo. Montó escenas de marido celoso, la llamaba a deshoras para comprobar si dormía o había salido de juerga y contrató personal para vigilarla.
Hitchcock se dedicó a diseccionar el alma humana. Era un profundo conocedor de las patologías personales; tímido y pesimista, era un misterio dentro de otro misterio; consideraba la muerte una broma pesada del universo y cuando presintió el final lloró, agarrado de la mano de Ingrid Bergman. Tenía 80 años, y alguien en el más allá gritó: ¡corten!1