EL AMOR POR LA COMIDA empieza por la tierra, pero en El Patio Sevillano pueden añadirse otros elementos que conviven en el plato, como el sol, la lluvia y el viento. Claro, estos son puro efecto -defecto- del contexto y nada aportan al sabor que la tierra -el terruño- imprime a todo aquello que nos llevamos a la boca.
A nosotros nos tocó probar un poco de garúa, sol y tempestades, pero fue más a causa de los desvaríos del clima local que por falta de precauciones del restaurante, donde sobran salones techados, toldos y rincones a la sombra.
No fue difícil encontrar El Patio, pese a que, los viernes, pocas cosas obstruyen más el paso que el tráfico de San Pedro. Situada en lo alto, al fondo de una cuadra residencial, la casa se veía solitaria y silenciosa, tanto, que tras los enormes ventanales, la silueta de un mesero haciendo gestos para que entráramos fue lo único que nos dio indicios de que el restaurante no estaba cerrado.
Gracias a su ubicación, absolutamente negada a los sucesos de la vía principal, la residencia de El Patio Sevillano permite un poco de amnesia urbana, lo cual se agradece mucho a cualquier hora, pero especialmente a la hora de comer.
Enorme de aposentos y salones y vacío de comensales, el restaurante nos recibió con los brazos abiertos; y, aunque terminamos de comer dentro, al principio nos sentamos en una terraza, junto a la piscina.
Las enormes mesas de hierro y sus respectivas y enormes sillas acaban con cualquier caballero, así que, damas del mundo, vayan aprendiendo a jalar sus propias sillas como puedan, pues, a estas alturas, la gentileza se despierta de otras maneras. La hipotética asistencia de los meseros quizá hubiera complicado las cosas.
Menú y mesero llegaron de la mano; el primero, mudo frente a las sugerencias del segundo, que, ante nuestra solicitud, no tardó en recomendarnos lo que él describió como "el plato del día": filete de pez vela al carbón, acompañado con puré y verduras. "En este momento lo están cortando", dijo.
Sin ganas de anticiparnos, pero seguros de que lo pediríamos, nos decidimos por unas entradas prometedoras: sopa de cebolla y anchoas con tomate.
Consumar y consumir
Fue necesario pedir que tostaran el pan, el cual tenía buen sabor, pero se veía poco preparado para recibir anchoas y restregar tomates. No supimos por qué no era el típico pan español, pero, aún sin él, pudimos capturar las anchoas que nadaban -literalmente- dentro del plato, junto a los jugos de tomates y ajos. El delicioso sabor de este platillo no correspondía con su presentación, poco seductora.
Tampoco nos costó devorar la sopa de cebolla. Por su sabor y su tamaño, la fiesta duró poco. No era un plato de fondo -la cuchara no conseguía más que inmersiones parciales-, aunque sí de muy buen sabor. En tardes muy ventosas, desaconsejamos el uso de la terraza pues el viento acaba con la calidez de los platos.
Un pincho de langostinos y un filete de pez vela vinieron a fortalecer la jornada y a participar de la conversación, que ya estaba decayendo de la amistad a la autoayuda.
Por suerte, la sangría estuvo a nuestro lado todo el rato, y los meseros -que parecían reproducirse en la soledad de ese viernes- estuvieron atentos a que no nos faltara su compañía.
La presencia del pez vela cambió nuestra visión del mundo pues nos hizo recordar un viejo refrán que dice: Las apariencias engañan. Un par de gruesos filetes, más bien normales y embriagados en un aliño con varios camarones, no nos pareció que tuvieran mucha relación con la oferta inicial. De todos modos, ya servido, decidimos llevárnoslo puesto.
El verdadero problema de este plato radica en su precio, pero no porque deba ser otro, sino porque no puede ser que un restaurante ofrezca como "plato del día" uno de sus platos más caros sin siquiera hacerle la pequeña acotación al cliente. Vale decir que dicho plato no se encuentra en el menú.
Los langostinos, ensartados junto a chiles dulces y cebollas, no tuvieron más remedio que ser testigos de su propia desaparición. Es mejor ni acordarse de los ojitos de los langostinos, que ni siquiera se cierran.
Movidos por fuerzas naturales, nos cambiamos a una mesa interna, aunque el festín había terminado. Postres y cafés fueron invitación de la casa, posiblemente ante nuestra evidente indecisión: resulta difícil elegir algo que no aparece en el menú. Con esos sentimientos huimos hacia la tarde, cuando ya de por sí quedaba poco de ella.