En julio de 1970, el sello editorial de Antonio Lehmann, una vez más, daba a conocer una obra nacional. Su autor era casi un perfecto desconocido, como no fuera para quienes frecuentaran la noche josefina –y no precisamente por los mejores sitios de la ciudad– en las décadas de 1950 y 1960. Se trataba de Alfredo Oreamuno Quirós, a quien por su parecido con el famoso cantante norteamericano apodaban Sinatra.
La obra se titulaba Un harapo en el camino (caída, vida y redención de un alcohólico) y era su primera novela. Un texto corto, autobiográfico y desgarrado que, rápidamente, le dio fama a su autor y su éxito fue inmediato: tuvo cuatro ediciones sucesivas el mismo año de su publicación, para sumar un total de 21.000 ejemplares, cifra récord aún hoy en día. Aquel fue el primer best-seller editado en suelo patrio del que se tenga noticia.
Ante la masiva aceptación del libro, la crítica se escindió: para unos, aquel no era más que el relato autobiográfico de un hombre que había superado su adicción al alcohol y quería compartir su infierno personal con los demás, y en eso residía su valor; para otros, simplemente, el texto de Sinatra carecía de cualquier valor estético o literario, con lo que se cerraba la discusión.
El autor, ajeno al medio intelectual y sin mayor preparación formal, dijo que él escribía con el doble designio de entretener y poner en alerta a los jóvenes sobre las posibles consecuencias de la adicción en su vida.
En efecto, a principios de los años 70 del siglo pasado, casi que no había hogar costarricense con jóvenes adultos o adolescentes en plenitud, donde no figurara en algún rincón, una copia de Un harapo en el camino con esa maternal intención.
En 1971, 10.000 ejemplares más vinieron a sumarse a los del año anterior y, en los primeros meses de 1972, Radio Columbia transmitió su adaptación al radio-teatro.
Para entonces, habían aparecido ya Noches sin nombre (1971) y El callejón de los perdidos (1972), segunda y tercera parte de una trilogía en la que el autor nos lleva de nuevo por una San José a la que cabría llamar alternativa a la que nos vendía por entonces el “proyecto hegemónico cultural” liberacionista.
Narrador de San José
La urbe de Sinatra no es la luminosa metrópoli de las canciones de su homólogo gringo, sino un lugar que –a pesar de la candidez con que hoy la podemos apreciar en el relato–, no deja de ser la siniestra escenografía de toda una picaresca a la tica. No en balde, la crítica más reciente ha recalcado desde distintos ángulos esa faceta de la novela “superventas” de ayer.
Así, el periodista Gilberto Lopes calificó a Sinatra, en el 2004 y en este mismo suplemento, como narrador de esa ajena San José: “Se trata de otra cara de la ciudad, que –hasta donde recuerdo– no tiene cronista similar: la Estación del Pacífico, Barrio Luján, La Merced, la Botica Solera, el Torres (...) en ese interminable recorrido por los bajos fondos".
Según el periodista: “no demeritan las limitaciones del estilo, el aporte de este escritor original que nos muestra, con su literatura, otra cara de la ciudad y sus personajes”.
Por su parte, el investigador Álvaro Rojas Salazar detalla en la revista electrónica de historia Diálogos: “Para Sinatra, la ciudad de San José en cualquier época del año es misteriosamente atractiva, aspira a gran urbe, a modernidad, [pero] en esa ciudad segregada por las normas del poder, diferenciada por las condiciones de clase, tensionada por los enfrentamientos entre la autoridad y la anormalidad que ella misma designa (...) ese es el bajo mundo, los bajos fondos de la capital, el nido de los anormales abierto en panorama por Sinatra (…)” (La ciudad de Sinatra).
Por último, para el filólogo Alexánder Sánchez Mora, a partir de Un harapo en el camino: “Sinatra se convirtió en el cronista de los costarricenses que no llegaron a gozar de la época de oro para la clase media, impulsada por la brillante expansión económica de las décadas de 1950 y 1960 y las políticas sociales reformistas. En medio de ese ambiente confiado y de relativa opulencia, su universo narrativo muestra las contradicciones que bullían bajo la armónica superficie” (La literatura plebeya de ‘Sinatra’ aparecido en Áncora en el 2008).
En fin, descartada como subliteratura ayer, calificada como novela plebeya hoy, lo cierto es que la primera obra de Alfredo Oreamuno ameritaba desde hace tiempo una reedición, y bien hace la Editorial Costa Rica en realizarla en su Colección Popular pues, si de algún libro podemos los costarricenses decir que ha sido popular entre nosotros, es de este.