
En la geografía íntima de San José, Barrio Luján fue uno de los primeros proyectos habitacionales modernos: un barrio donde la agramamasa representaba el sueño de tener casa propia. Con los años, su ubicación lo convirtió en tránsito más que destino. La ciudad creció y fue quedando encerrado entre avenidas que lo obligaban a correr al ritmo del tráfico. Pero Luján eligió otro tiempo: “La ciudad corre, el barrio espera”.
En este barrio, el tiempo no se degrada: se acumula, como si cada día quedara registrado en una grieta, en una puerta que se abre para mirar quién pasa, en una voz que grita desde la cocina que ya está el café.
La autora llega sin reclamar pertenencia. Admite ser “de barrio” aunque quienes le hemos seguido el paso sabemos que le sobra calle. Es, entonces, esa frontera afectiva la que traza el rumbo y afina una crítica que no está exenta de ternura. No se trata de un mapa técnico sino de una cartografía imaginada donde una acera puede ser la frontera entre la incertidumbre y el refugio.
Los proyectos urbanísticos diseñan castillos en el aire, en los que las paredes se alzan sobre un lugar sin preguntar quién lo sostiene. “Lo que es de todos no es de nadie… hasta que alguien lo pelea”: Luján pelea, con o sin decreto.
Y pelear, en este libro, significa narrar. Registrar para no desaparecer. Rehabitar para que la memoria tenga dirección postal. “Dentro de ese territorio que se debate entre la memoria y la resistencia, pasan cosas. No muchas. Pero pasan cosas”.
Luján no es postal, ni reliquia, ni objeto de nostalgia turística. Es un barrio todavía en disputa. Un laboratorio donde el urbanismo se piensa en portones, saludos y lluvias que desbordan el miedo. Aquí, la ciudad no se diseña: se conversa.

Las casas no son estructuras, son actores. “Las fachadas se agrietan con dignidad” porque han visto pasar mudanzas, renuncias y regresos tardíos. Cada puerta que sigue abriéndose sostiene un relato colectivo.
La autora lo narra con mirada entrañable: “El barrio, como las personas, envejece de manera desigual”. Esa desigualdad es el verdadero plano regulador: quién puede quedarse, quién es invitado a irse, quién carga con el río en las noches de aguacero.
Luján le recuerda al país que el cemento no inventó la ciudad: la ciudad nació cuando alguien barrió la acera de su vecino.

Del candado y el desborde
La herida más visible del barrio aparece tras las rejas del parque cerrado. Porque sí: aquí han cerrado un parque “por seguridad”, como si la seguridad fuera sinónimo de encierro. Salguero denuncia con precisión poética: “Cerrar un parque es, en cierto modo, clausurar el derecho a imaginar”.
La seguridad como argumento devoró el encuentro. Lo público quedó en pausa; lo común, convertido en silencio. Pero Luján, terco, no se apaga: si no se puede entrar al parque, el parque sale a la acera con su fiesta portátil. Bailes improvisados en las aceras. Tertulias sin permiso. Sillas plásticas como resistencia. La guitarra y el pan casero habilitan más que el permiso municipal.
Eso, como todo en Costa Rica, depende de la lluvia y de las mujeres que no salen en los mapas oficiales ni abultan los censos, pero sostienen como vigas e iluminan como faros-linternas.
El Ocloro lo confirma. Antiguo cómplice de la ciudad, hoy es vecino impredecible. “La palabra inundación no es técnica, es biográfica”, dice Salguero, y de inmediato cambia la escala del drama. Cuando el agua sube, no mandan las sirenas oficiales sino los vecinos sin protocolo, pero con afecto. Y hasta con chiste: “Si el río entra, que al menos no nos agarre con la casa sucia”.
El agua trae memoria: de lo que se prometió y nunca se hizo, de los que tienen margen de huida y los que solo tienen botas de hule, del costo de la negligencia ajena. Desde hace años, pero nunca como ahora, en cada tormenta, el barrio inventa una gobernanza del afecto: mensajes que se encienden desde las pantallas, patios que se abren como refugios, el miedo volviéndose músculo.
“El humor es parte del sistema de defensa”, apunta Salguero, que —como las mujeres plantadas a la orilla de ese río— sabe que reír es seguir respirando con la cabeza fuera del agua. “Nosotras no pedimos, exigimos”, dice E, la líder comunitaria que, al hablar, incluye a sus vecinas las que escuchan el agua antes que nadie, registran daños, documentan la injusticia, gestionan la esperanza y son archivo, alarma, abrazo.
Luego siempre escampa y el vínculo permanece porque donde el neoliberalismo dicta competencia, en Luján persiste la complicidad: “La palabra vale más que el billete y la confianza no tiene tasa de interés”.
Por eso, en la pulpería no solo se paga: se charla. En el taller mecánico no solo se repara: se confiesa. Las economías pequeñas sostienen al barrio como los latidos sostienen al cuerpo: sin ruido, sin aplausos, sin prisa. En una época donde casi todo se compra sin mirar, aquí todavía se mira sin comprar.
La ciudad cotiza en torres; el barrio en conversación.

Y el libro no se acaba ahí
Lo que Barrio Luján: una cartografía imaginada expone con claridad es que el abandono de los barrios es un abandono del país. Si se planifica sin escuchar a quienes habitan, la ciudad se vuelve maqueta. Si lo público se reduce a cercas y cámaras, la seguridad deja de ser convivencia y se vuelve vigilancia.
Un país sin barrios vivos es una nación sin ciudadanía activa. Y este libro es una crónica que late: una pedagogía del vínculo, una crítica urbana que no grita, pero no calla. Una política pública hecha de pan dulce, veraneras y chats comunitarios. Luján nos entrega una brújula para que el mañana no olvide de dónde viene el camino.
Entonces el lector entiende lo que dice Salguero: que un barrio que se debate entre la memoria y la resistencia no es solo un lugar que existe, sino que aguanta. Porque en Luján, quien se queda, vota con el cuerpo. Quien barre la acera, legisla desde el gesto. Quien cuida el río, dicta una política de futuro.
Aquí, la comunidad no es utopía: es infraestructura. Y funciona incluso cuando el parque está cerrado, cuando el río se desborda, cuando la prensa mira para otro lado. Funciona porque nació antes que el miedo.
Caminar Luján —leer este libro— es preguntarse: ¿cuántos lugares hemos perdido por falta de cuidado? ¿Cuántas calles dejamos morir porque nadie defendió su derecho a ser caminadas?
Este libro no retrata un territorio sino a su gente y obliga a todos a decidir qué ciudad queremos: ¿una que se mira desde los pisos altos, o una que se conversa desde la acera?
Hay una esperanza enorme —y estratégicamente subversiva— en esa terquedad del barrio que dicta que el futuro no siempre está adelante; a veces está adentro.
Quizá por eso, al llegar a la última página, los lectores no queremos detener el paso sino seguir escuchando la respiración del barrio; aprender a respirar como él: lento, consciente, con memoria. Inhalar lo que la ciudad dice cuando la prisa calla; sostener al viento que arrastra historias en los aleros; exhalar los portones oxidados que conversan con las veraneras.
Si seguimos las coordenadas afectivas que Salguero traza, todavía hay una ciudad posible que no se rinde al olvido. “Rehabitar es devolver al espacio la respiración que perdió cuando se volvió mercancía”, cierra la autora, y queda la certeza de que la urbanización del futuro no se diseña: se siente.

¿Qué es ‘barrio Luján’?
Barrio Luján es el crecimiento o “ensanche” de la calle Turrujal y del propio San José hacia el sur.
Sus coordenadas son 9°55′29″N 84°4′15″W
Queda entre el Distrito Catedral y sus límites se extienden casi hasta Zapote.
Entre 1951 y el 2000, la Dos Pinos tenía ahí sus plantas procesadoras.