
“(...) Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.
El hacedor, Jorge Luis Borges
Desde que llegué a Costa Rica hace dos décadas, dediqué más de la mitad de ese tiempo a coordinar talleres. Eso me ha llevado a destinar numerosas horas a esta particular práctica creativa. Si a estas alturas alguien me preguntara qué significa un taller literario, podría responderle que para mí es un espacio de resistencia.
Confrontados con un mundo cada vez más aplastante y siniestro, el ejercicio del taller nos devuelve la simple oportunidad de vernos y escucharnos, y eso nos humaniza. No en vano aparecieron en Argentina durante la dictadura militar cuando la posibilidad de los jóvenes de reunirse en cafés nucleados por alguna revista literaria se volvió peligrosa, y talleres como los que se desarrollaron en las casas de Liliana Heker o el de Abelardo Castillo —sólo para citar algunos de los más renombrados— emergieron como un entorno seguro para seguir escribiendo y compartiendo.
Otra de sus características primordiales —y quizás lo más revolucionario si lo vemos en este nuevo contexto de inteligencias artificiales— es que posibilitan la hermosa experiencia de la vacilación de la escritura tan negada a las nuevas generaciones.
Ante la primera y nerviosa confrontación de un texto al grupo, una de las frases más frecuentes de los talleristas es: “No sé si esto que hice está bien”.Esta permanente duda —tan inherente a toda experiencia vital— es decisiva en el largo camino de ensayar una voz propia. Esa inseguridad es lo que aparece una y otra vez cuando no tenemos demasiado claro hacia dónde nos dirigimos. Deconstruir la idea de «lo que está bien» —aunque todavía no lo sepan— les llevará años.
En un taller entendemos que un texto compartido es algo con potencial para ser mejorado, como el proceso de preparación y práctica para lograr una ejecución óptima. Pero así como en una sesión toca retrabajar a fondo un cuento, en otra a veces muy por el contrario toca defenderlo de la corrección colectiva.

Nunca es igual. Aprender a leer(se) en este entramado de lo sutil creo que es uno de los grandes tesoros de un taller literario, derribar las fórmulas para repensar por dónde pasa la fuerza de cada propuesta. Quien somete una obra a revisión sabe que lo que trajo —salvo contadas excepciones— es un material maleable, pero lo más interesante de pensar es que lo más maleable a lo que nos enfrentamos es a nuestra propia vulnerabilidad.
Por eso los talleres son tan delicados, porque hay mucho que se juega allí. Las palabras tienen un altísimo peso: tanto las escritas como las que se lleva el autor o la autora del grupo. La mirada ajena funciona de brújula, de caja de resonancia.
Para Liliana Heker actúa como catalizador: acelera o ilumina ciertos procesos, permite develar mecanismos que a la vez, sin una mirada desde afuera, se tardaría largo tiempo en ver. Las marcas apuntadas de las diferentes lecturas de ese prisma polisémico que es un texto literario funcionan como mojones que, en más de una ocasión, servirán de guía en la oscuridad de eso que quisimos decir.
Además, cuando escribimos —como humanos, vale la pena aclarar— no nos antecede ninguna palabra a lo que queremos decir (tal y como ocurre con la tecnología) lo único que hay es vacío y angustia. Por lo que la escritura genera una oquedad inevitable y eso obtura un lugar propio.
Más allá del talento de cada quien o de la eterna discusión de si es posible o no enseñarle a otra persona a escribir, creo que lo importante es esa grupalidad que opera en red para sostiener la creación. Un cuerpo colectivo que articula y ampara esa voz en estado de latencia para que se anime a surgir. ¿Qué es un autor sino un acercamiento acertado o equívoco a la ventana de su alma? Perseguimos libros para encontrar formas de comprensión del mundo que nos son afines, autores cuya mirada atraviesa la nuestra.
David Foster Wallace hablaba de esa precisión ajena que nos es familiar, ese decir encontrado de nuestras representaciones intuidas.En esta fabricación el tiempo juega un rol muy importante. Para que una identidad se consolide son necesarios los múltiples procesos que lo decantan y que lo van moldeando.

En su libro Mientras escribo, Stephen King decía que un autor mediocre con la práctica puede volverse, uno regular, y que uno bueno puede volverse muy bueno. Pero que uno muy bueno nunca podrá volverse ser un escritor brillante. Siempre me gustó esa distinción, y es que la genialidad no es transferible ni replicable. Viene o no viene. Pero sí hay mucho que se siembra en el camino y de esto sí pueden dar cuenta los talleres literarios.
Y ya adentrándonos en el resultado de todos estos encuentros en estos diez años, he reunido en Obra Gris, antología en construcción, esta compilación de cuentos. En más de una oportunidad me ha resultado útil la sencilla metáfora de comparar la edificación de un texto con la de una obra arquitectónica.
Podemos dividir la forma de revisar un cuento en la obra gris (los cimientos, la estructura, es decir, lo que debe sostener lo que vayamos a edificar allí) y los acabados (el estilo de la prosa: los símiles, y metáforas, las descripciones, la puntuación, etc).
Bajo esa lógica: si la estructura del relato está mala (léase, argumento, punto de vista, verosimilitud), mejor ni perder tiempo haciéndole una corrección de estilo, porque de todas maneras tarde o temprano todo se vendrá abajo. Hay algunos –maravillosos, dicho sea de paso— en que el estilo es tan imponente que sostiene las estructuras más nimeas, pero son la excepción.
Al buscar un nombre para esta antología me decanté en pensar el taller también como un espacio en obra gris, como un lugar donde escribir-corregir-reescribir son parte de una misma lógica estructurante de lo inacabado, donde lo primordial es lo que se solidifica en el tiempo mientras la posibilidad de mejora continúa abierta.

Por eso además de los cuentos que aquí se enmarcan, mi gran apuesta es por estas diversas voces: algunas de ellas ya son parte del panorama literario nacional, con reconocimiento y amplia trayectoria, pero otras aún hablan bajito y merecen mayor volumen.
Por último, hago hincapié en resaltar que formar parte de estas dinámicas implica exponerse a una diversidad de miradas que enriquecen y acompañan, pero hay algo que nunca cambia: la puerta hacia el mundo interior la abre o cierra únicamente el autor o la autora.
Acompañar este valioso recorrido me ha dejado de enseñanza que merece la pena marcar la cancha, puntuar dicha autonomía; saber que el camino de cada exploración es largo y va más allá de cualquier taller. Porque finalmente, quien se toma en serio su oficio, también es alguien siempre en construcción.
