Las figuras protagónicas de El mito blanco, documental del cineasta nicaragüense Gabriel Serra, son mujeres nicaragüenses que viven junto con sus hijos en La Carpio, San José; habitantes afrocostarricenses de Limón con ascendencia jamaiquina; y miembros del pueblo Ngäbe-Buglé en Sabalito, Puntarenas. Son personas que comparten no solo la experiencia de la migración como una parte importante de sus biografías o sus historias familiares cercanas, sino también la pertenencia a grupos que han sido históricamente discriminados y excluidos. Grupos en tensión con el “credo de la homogeneidad racial costarricense”, como lo llama la investigadora Diana Senior Angulo, mito según el cual Costa Rica se ha distinguido por tener una población menos diversa étnica y culturalmente que el resto de países en la región centroamericana.
El filme, realizado en blanco y negro, no utiliza ciertos recursos asociados con documentales de corte más expositivo. No hay texto que nos indique dónde se ubican los espacios mostrados ni cuál el nombre de las personas en pantalla (aunque estos datos podemos encontrarlos en los créditos finales). Tampoco hay una narración que presente apuntes históricos ni establezca relaciones entre las experiencias de nicaragüenses, afrocostarricenses e indígenas ngäbe en el país.
Gran parte de la información nos la ofrecen las imágenes y las palabras de los protagonistas (expresadas en distintos acentos e idiomas), cuyos testimonios suenan como voz en off, mientras se muestran escenas de su cotidianidad. Vemos a un niño negro lustrar sus zapatos antes de dirigirse a la escuela; cuando ya él está instalado en su pupitre, escuchamos a un señor mayor decir que en las escuelas de habla inglesa en Limón no se les enseña sobre la historia de Jamaica. En una escuela en La Carpio, varios niños levantan la mano cuando la profesora, al hablar sobre la población migrante de la zona, pregunta quiénes están orgullosos de ser nicaragüenses. Entre escenas como las anteriores, cuando se pasa de una a otra de las principales locaciones del documental, son reiteradas las imágenes de los trenes y la infraestructura del Instituto Costarricense de Ferrocarriles.
Desde el comienzo del cine —cuyas producciones inaugurales consistían en una sola toma frontal de menos de sesenta segundos, sin movimiento de cámara— tanto realizadores como audiencias evidenciaron una fascinación por los vehículos en movimiento. Además de aparecer como protagonistas, ciertos vehículos fueron utilizados para lograr las primeras filmaciones con desplazamiento de cámara. A finales de 1896, operadores contratados por los hermanos Lumière abordaron barcos con sus cinematógrafos y, mientras navegaban, filmaron los alrededores: François-Constant Girel en el río Rhin, en Alemania, y Alexandre Promio en el Gran Canal de Venecia, en Italia.
Si bien por lo anterior se considera que el debut del movimiento de cámara se dio sobre el agua, y eventualmente se realizaron filmaciones desde otros vehículos (metros, buses, automóviles), el medio de transporte que se vinculó de manera más significativa con el desarrollo inicial del cine fue el tren. En 1897, las películas The Haverstraw Tunnel, de la compañía estadounidense Biograph, y Salida de Jerusalén en camino de hierro, realizada para los Lumière por el ya mencionado Promio, originaron un género cinematográfico: los paseos fantasmas (en inglés, phantom rides).
Los paseos fantasmas son cortometrajes no narrativos que, como los dos recién citados, registraron trayectos en movimiento desde el frente o la parte posterior del tren. Las vías férreas, los paisajes cambiantes, la oscuridad del paso por los túneles y el horizonte (que se persigue o del que se huye) eran los protagonistas. El tren en sí no aparecía en el encuadre, lo que daba el efecto de un movimiento flotante, sin fuente visible. Espectral. Como lo expresa el historiador de cine Christian Hayes, aquellos primeros filmes de trenes son “registros de una tecnología moderna maravillándose por la otra”.
Según el mismo Hayes, además de la velocidad, el movimiento y el punto de vista inusual de los paseos fantasmas, una fuente de interés para las audiencias era la posibilidad misma de ver imágenes de paisajes lejanos y desconocidos. Sin embargo, llegó un momento en el que este tipo de tomas, por sí solas, dejaron de ser una producción popular, y comenzaron a ser utilizadas en películas de mayor duración e intención narrativa. El inglés G. A. Smith, por ejemplo, creó The Kiss in the Tunnel (1899) para intercalar una escena de ficción en el metraje ya filmado de algún paseo fantasma. Y en 1927, Walter Ruttmann estrenó Berlín, sinfonía de una gran ciudad, en la cual vistazos desde un tren en movimiento representan una pequeña pieza en una elaborada composición de ritmos y actividades.
Casi un siglo después y más cerca del hemisferio sur, en El mito blanco podemos ver (y, a diferencia de aquellos cortos pioneros, escuchar) varios paseos fantasmas. De día o de noche. Con la cámara posicionada al frente, en la parte posterior o encima del tren. Atravesando un puente de madera. En tramos rodeados de vegetación, así como en secciones ocupadas por viviendas o comercios. Estos trávelin y, en general, las tomas exteriores o interiores del tren en movimiento, cumplen distintas funciones en el largometraje: anuncian la transición entre las locaciones principales, que aparecen de forma alternada; permiten momentos de pausa o ambientación; y evocan la historia ferroviaria del país, marcada en sus inicios por olas migratorias tanto internas como internacionales.
Siguiendo la tradición de aquellos primeros años del cine, las vistas de trenes y vías férreas que aparecen en El mito blanco, desde distintos ángulos y posiciones, podrían disfrutarse como oportunidades para observar diferentes paisajes en movimiento. Sin embargo, en el contexto del documental —cuya edición estuvo a cargo de Koki Ortega, también montajista del reconocido primer cortometraje de Serra, La Parka (2013)— las líneas del tren recuerdan la historia de la migración en el país. Después de todo, la construcción del ferrocarril al Atlántico provocó no solo desplazamiento de trabajadores nacionales sino, fundamentalmente, la llegada de trabajadores extranjeros que se vincularían con la actividad ferroviaria, los cuales, como afirma la historiadora Carmen Murillo, procedían “del Caribe insular y continental, Asia y Norteamérica, así como de varios puntos de Europa”.
Así, comprensiblemente, la percepción de un viaje en tren puede variar según nuestra familiaridad con la historia del entorno transitado. Recientemente, por ejemplo, en el cine latinoamericano se ha abordado otro ángulo de la relación entre el tren y la migración en Centroamérica. En películas mexicanas como Sin nombre (2009), de Cary Fukunaga; La jaula de oro (2013), de Diego Quemada-Díez; o el documental La Bestia (2010), de Pedro Ultreras, el tren representa un importante medio de transporte para muchas personas centroamericanas que buscan llegar a Estados Unidos.
Más allá de su resonancia sociopolítica, los paseos fantasmas y otras tomas del tren contribuyen al ritmo y la atmósfera mesurados del documental, reforzados en lo sonoro por la música “ambient” compuesta por Eddy Monje y Ricardo Wheelock. En El mito blanco, el tren y su infraestructura se vinculan con el presente y el pasado de la migración regional, y evocan su papel en la historia del cine.
El estreno
El mito blanco, del cineasta nicaragüense Gabriel Serra Argüello, se estrenará en Costa Rica el próximo 22 de octubre, en el Cine Magaly.
La película tendrá tres funciones adicionales en La Salita, del mismo cine y una función especial en CCM de Plaza Mayor.
En el Magaly se exhibirá el jueves 22 de octubre, a las 7 p. m.; en La Salita se dará el viernes 23 de octubre (4:15 p. m.), sábado 24 de octubre (12 m.), el domingo 25 de octubre (5:30 p. m.), el martes 27 de octubre (7:10 p. m.), y el miércoles 28 de octubre (4:20 p. m.). Finalmente, en CCM- Plaza Mayor la película se dará el miércoles 28 a las 7:30 p. m., en la Sala 2.
El viaje narrativo que realiza Serra, quien ha vivido los últimos años en Costa Rica, lo hace también mediante un recorrido en tren, adentrándose en la profundidad de nuestro país.
“Al leer sobre la historia del tren, entendí dos cosas. La primera, que con la construcción del tren, a finales del siglo XIX, se dio el nacimiento de la identidad racial costarricense, ya que muchas personas de orígenes asiático, afroantillano y europeo migraron a Costa Rica para trabajar en el tren”, apunta el cineasta. “Lo segundo, fue que los políticos, científicos y élites de esa época tenían una política de diferenciación racial, privilegiando la migración de poblaciones europeas. Esto último marcó el devenir de su imaginario social y de una posición geopolítica frente a la región centroamericana”.
La película fue grabada en diversas localidades de Costa Rica (San José centro, La Carpio, San Vito, Madre de Dios, Limón y en líneas de tren del INCOFER), de Nicaragua (Masaya) y en la ciudad fronteriza con Panamá (Paso Canoas).
Para Gabriel Serra, nicaragüense migrante en Costa Rica y de padre argentino, el proyecto lo atraviesa personalmente: “Entender, aceptar y reflexionar sobre mis orígenes me ha permitido conocer mejor sobre mi identidad. El sentido de pertenencia que uno tiene hacia una comunidad no está ligado al color de piel, sino a la conexión que existe con ese espacio, con sus tradiciones, entre muchas otras cosas”.
Serra, de 36 años, recibió una nominación para los premios Óscar en 2015 por su cortometraje documental La Parka. El multi galardonado director coreano Bong Joon-ho (Parasite) le contó al medio Indiewire que esta película corta fue una de sus referencias para crear su reconocida cinta Okja.