En el periódico El Globo, apareció en su edición del 29 de julio de 1882, la siguiente nota necrológica: ‘Costa Rica está de luto, llora la muerte de uno de sus preclaros hijos. El Excelentísimo Señor General Don Tomás Guardia ha sucumbido al golpe cruel, al golpe fatal y certero de la muerte…’
Todo Estado – nación en proceso de consolidación necesita, para sobrevivir y legitimarse frente a propios y extraños, de una historia común y de una serie de símbolos, emblemas, ritos y rituales que le den sentido a su existencia; que le permita imaginarse, al mismo tiempo, el pasado que tuvo y el futuro soñado. Dentro de esos rituales, uno de los más importantes consiste en rendir honores a sus héroes, próceres y beneméritos al momento de fallecer.
Estos funerales, llevados a cabo por el Estado, sirven entre otras cosas, para «inventar tradiciones y reconocer el legado que deja tras de sí el cuerpo físico de sus «hombres ilustres» al morir.
Además de ser una oportunidad para reflexionar sobre historia y memoria, los funerales de los denominados «grandes hombres» pueden servir para otros fines. Estas ceremonias ayudan para que la nación reconozca a los que en vida no gozaron del respaldo que alguna vez merecían, para consagrarlos como nuevos héroes en el panteón cívico y hasta para rememorar a los que hacía mucho tiempo estaban en una suerte de limbo histórico.
Es importante recalcar que formalmente no había un ritual para las exequias de los «hombres ilustres». Básicamente, las pompas fúnebres tenían tres fases: el velatorio, el cortejo fúnebre y el funeral.
La característica más importante del velorio radica en que el presidente de la República en turno debía acudir al sitio donde se realizara para hacer una guardia de honor acompañado por miembros selectos del ejército.
Primero, el velorio
La característica más importante del velorio radica en que el presidente de la República en turno debía acudir al sitio donde se realizara para hacer una guardia de honor acompañado por miembros selectos del ejército. Normalmente, era en el domicilio del difunto o en la iglesia principal donde se construía un imponente catafalco o túmulo; sin embargo, en algunas ocasiones, se realizó en los salones de los palacios municipales o en funerarias.
Este era el primer gesto de respeto y homenaje que un gobierno o una corporación presentaban ante los grandes personajes que habían servido a la Patria. Esas guardias en torno al escenario de la capilla ardiente no tenían una duración específica; normalmente era un acto de unos pocos minutos o incluso de varios días.

En el caso de los apoteósicos y complejos funerales oficiales celebrados en honor del presidente Tomás Guardia Gutiérrez, en julio de 1882, el cadáver embalsamado del general fue llevado a la Catedral de Alajuela, donde se mantuvo en capilla ardiente durante cuatro días.
Como es conocido, el deceso de Guardia sobrevino a las 7:25 de la noche del 6 de julio de 1882, en su residencia de Alajuela, donde se encontraba desde abril de ese mismo año a causa de la tuberculosis. Seguidamente, el cuerpo de Guardia fue trasladado a San José, y depositado en un catafalco “adornado con el mejor gusto posible”, frente al altar mayor de la Catedral Metropolitana, durante tres días.
Luego, el cuerpo embalsamado del general Próspero Fernández Oreamuno, quien falleció repentinamente y en extrañas circunstancias, en la villa de Atenas, el 12 de marzo de 1885, se llevó a la capital en tren y, más tarde, su velatorio de tres días se realizó en el escenario efímero de la capilla ardiente preparada en la sala principal del Palacio Presidencial.
Posteriormente, el “Supremo Gobierno á nombre del honor oficial y de la gratitud del pueblo costarricense hácia el soldado leal é impertérrito y hácia el Gobernante probo, modesto y progresista, invitó á asistir á esos actos fúnebres, así como á acompañar el féretro en su tránsito del Palacio Presidencial al Templo [Catedral Metropolitana], media hora antes de la indicada...”, se escribió.
Además, la muerte de los hombres ilustres tenía eco en el pueblo por medio de la prensa periódica y del envío de esquelas; de tal manera, se participaba del fallecimiento e invitaba a las pompas fúnebres. Por ejemplo, en abril de 1892, la familia del expresidente José María Castro Madriz publicó una esquela en el diario oficial La Gaceta.
Los cortejos de los funerales de Estado poseían un carácter cívico-militar: batallones, corporaciones, despliegue de banderas y música marcial abrían el paso de la carroza fúnebre y a los participantes que acompañaban al muerto ilustre a su última morada.
Segunda etapa: el cortejo fúnebre
Una enorme procesión que llevaba al ilustre finado desde la vivienda familiar, el edificio público más representativo del Poder Ejecutivo (Palacio Presidencial) o la sede gobierno local (Palacio Municipal), al templo de mayor jerarquía de la capital del país o de la cabecera de provincia. Particularmente, los cortejos de los funerales de Estado poseían un carácter cívico-militar: batallones, corporaciones, despliegue de banderas y música marcial abrían el paso de la carroza fúnebre y a los participantes que acompañaban al muerto ilustre a su última morada.
Algunos elementos simbólicos, como la procesión y el catafalco, pertenecían a la rancia tradición funeraria heredada de los tiempos coloniales.
Otros, por el contrario, se decantaban en modificaciones producidas en las sensibilidades mortuorias decimonónicas, como el carruaje fúnebre tirado por caballos percherones y el monumento sepulcral.
Todos estos recursos simbólicos dan cuenta de una nueva dimensión de la muerte, en cuanto a la teatralización del poder y los mecanismos de cohesión y reafirmación de identidades y sensibilidades modernas.

En el caso de Costa Rica, los homenajes luctuosos a exjefes de Estado y expresidentes de la República, se caracterizaron por una mexcla entre funeral cívico y funeral católico.
Tercero, el funeral
La última fase es propiamente el funeral, que consistía en la misa de cuerpo presente en sufragio del alma del difunto. En el caso de Costa Rica en particular y de América Latina en general, los homenajes luctuosos a exjefes de Estado y expresidentes de la República, se caracterizaron por una mezcla entre funeral cívico y funeral católico.
Acerca de las exequias del general Tomás Guardia en Catedral, el 13 de julio de 1882, el cronista oficial escribía: “El jueves 13 del corriente á las 10 a. m. dieron principio los oficios religiosos, los cuales fueron celebrados con asistencia del Ilustrísimo y Reverendísimo Señor Obispo de la Diócesis y del Venerable Cabildo Eclesiástico, como también de los HH. Secretarios de Estado, Miembros del Gran Consejo Nacional, Corte Suprema de Justicia, los Señores Cónsules extranjeros, gran número de los Jefes y Oficiales del Ejército, de empleados públicos, y una inmensa concurrencia de todas las clases que colmaba las naves laterales y atrio de la Iglesia Catedral y se esparcía en contorno de la Plaza [Principal, luego Parque Central], en donde se hallaban formados algunos batallones del Ejército, destinados á hacer los honores requeridos por la ordenanza militar.
“La función religiosa fué solemne y conmovedora: la pompa fúnebre que ostentaba el interior de la Catedral, la música y el canto con sus tristes armonías, la concurrencia enlutada, grave y silenciosa, y sobre todo la presencia del cadáver, colocado en un suntuoso catafalco; todo este imponente conjunto hablaba al alma el lenguaje sublime del dolor y de la oración y levantaba en ella las aspiraciones á la inmortalidad. En la hora oportuna el Presbítero Señor don N[icolás] Cáceres pronunció una oración fúnebre con la que la Iglesia honraba en la Cátedra del Espíritu Santo á su ilustre Patrono”.

En los grandes funerales, normalmente, se cumplía una serie de ceremonias: la interpretación del Himno Nacional y de marchas fúnebres especialmente compuestas para la ocasión, el toque de silencio para la figura fallecida que se homenajeaba, la bandera nacional colocada sobre el féretro, los discursos fúnebres –a cargo de personalidades de la intelectualidad–, los batallones y las salvas de artillería y fusilería, las coronas florales, las cartas de pésame a los familiares y el retrato pictórico del fenecido que se le entregaba a sus familiares.
Los discursos republicanos del culto a los llamados «grandes hombres» se alimentaban de nociones cristianas, que ayudaban a expresar sentimientos de reverencia e inspiración que el pueblo iba a experimentar ante la muerte gloriosa. Así, en la tarde del domingo 25 de enero de 1891, el gobierno de José Joaquín Rodríguez Zeledón, rindió los supremos honores oficiales al fallecido expresidente provisorio y editor de diversos impresos periódicos, el Dr. Bruno Carranza.
En representación oficial, el ministro de Guerra y Marina, Rafael Yglesias Castro, pronunció la oración cívica, donde exaltó, claro está, las virtudes de Carranza y no sus acciones controvertidas en el ejercicio del poder de facto, entre el 27 de abril y el 9 de agosto de 1870.
Por ello, Yglesias no vacilaba en utilizar un tono laudatorio, frente a la multitud, que participó en el sepelio. En sus palabras: “¡He aquí en este cadáver la representación de una fuerza que la muerte no paraliza! La Prensa cuyo principio motor en Costa Rica se encuentra imperecedero en ese ataúd que contemplamos con religioso respeto, tuvo origen alto y enérgico en el que fue Bruno Carranza. Ésta es el Pedestal de su gloria como ciudadano, y mérito inmarcesible que ha conquistado para sí entre las generaciones que hoy viven, y título para figurar en los anales de hombres ilustres de la Patria”.
El notable fallecido era sepultado y el ataúd se introducía en el mausoleo destinado a miembros de la familia o, como en el caso de Tomás Guardia, en la cripta ubicada en la Catedral Metropolitana.
Por último, el notable fallecido era sepultado y el ataúd se introducía en el mausoleo destinado a miembros de la familia o, como en el caso de Tomás Guardia, en la cripta ubicada en la Catedral Metropolitana de la ciudad de San José, centro del país y del gobierno costarricense.

Hubo exjefes de Estado y expresidentes de la República fallecidos, a los que años más tarde se les exhumó, para depositar sus restos en otro lugar o en espera de la construcción de algún anhelado Panteón Nacional, proyecto que, generalmente, quedaba sobre el papel.
Por ejemplo, en julio de 1873, los diputados Manuel Antonio Bonilla Nava, Ramón Isidro Cabezas Alfaro y Rafael Ramírez Hidalgo habían propuesto al Congreso de la República para que se le celebraran honras fúnebres oficiales a la memoria del expresidente Juan Rafael Mora Porras (1814-1860).
La petición de los congresistas advertía la necesidad de trasladar los restos de Mora Porras desde donde los tenían sus familiares, para recibirlos en la ciudad de San José en una suerte de mausoleo que se construiría en el Cementerio General. No obstante, tal proyecto no se cristalizó, a pesar del carácter de ley que había adquirido en julio de 1876, por medio de la emisión del Decreto N°. XXXVII. En buena medida, la comisión legislativa, que se pronunció a favor, lo complicó al exhortar que se incluyeran en el homenaje a Braulio Carrillo (muerto en el exilio en El Salvador en 1845) y a los generales José Joaquín Mora Porras y José María Cañas Escalante.
Es preciso indicar que los funerales que organizaba el Estado se volvieron multitudinarios en la medida que los sistemas de transporte empezaron a acortar las distancias geográficas.
Para las últimas décadas del siglo XIX en Costa Rica, se empezó a utilizar el ferrocarril –símbolo y realidad de progreso– para transportar los restos de aquellos presidentes de la República que murieron, por razones contingentes, en lugares alejados de la capital.
De la misma forma, la compañía ferrocarrilera estableció una reducción de las tarifas con el objetivo de movilizar la mayor cantidad posible de personas a las ceremonias fúnebres. Los comercios cerraban sus puertas, se suspendían las fiestas populares, las corporaciones (por ejemplo: Colegio de Abogados, Facultad de Medicina, centros educativos) se unían al duelo nacional decretado por el gobierno. Las distintas delegaciones extranjeras expresaban sus condolencias y enviaban sus representantes oficiales a la celebración.
El funeral de Jesús Jiménez
El funeral de Estado era el mayor homenaje que podía tributarse a un muerto. La «sacralización» de la figura del expresidente de la República, Jesús Jiménez Zamora, se impuso, con fuerza, a partir de sus imponentes funerales celebrados en la ciudad de Cartago el 14 de febrero de 1897.
El presidente Yglesias, en procura de sostener su legitimidad, y generar un sentimiento de “unidad nacional” en una coyuntura política y social inestable, aprovecha las exequias del expresidente cartaginés Jesús Jiménez para transmitir un mensaje político conciliatorio a la nación costarricense
El presidente Rafael Yglesias Castro decretó duelo nacional y reglamentó la participación de actores vinculados al Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Huelga decir, que el ascenso de Yglesias al solio presidencial se efectuó en el marco de unas elecciones fraudulentas gracias a la presión oficial con la que lo favoreció su suegro, el entonces presidente José Joaquín Rodríguez Zeledón. De manera que el fraude cometido, le restó apoyo y credibilidad a su gobierno de fuerte cariz autoritario.
Es en ese contexto, que el presidente Yglesias, en procura de sostener su legitimidad, y generar un sentimiento de “unidad nacional” en una coyuntura política y social inestable, aprovecha las exequias del expresidente cartaginés para transmitir un mensaje político conciliatorio a la nación costarricense.
El memento mori detuvo el tiempo y la capilla ardiente, sencilla e imponente, se instalará en el amplio Salón de Sesiones del Palacio Municipal de Cartago. Frente al féretro desfiló un conjunto de actores vinculados al poder local y nacional, además de los deudos y de una multitud de diferente rango etario y socioeconómico. El cadáver embalsamado del expresidente cartaginés, en el centro de la escena, era el articulador de la ceremonia y el principal portador de significados. Pese a sus diferencias, todos compartían una pérdida, un sentimiento. Como no podía ser de otra manera, el ceremonial mortuorio es esencialmente emotivo.
En horas de la mañana se ofició la misa de cuerpo presente, en la iglesia y convento de San Francisco, en sufragio del alma del fenecido. Asistieron los miembros de la familia Jiménez, damas de la sociedad, intelectuales, corporaciones de gran notoriedad social como el Colegio de Abogados y la Facultad de Medicina, Cirugía y Farmacia, funcionarios consulares, autoridades civiles, militares y religiosas. También participó una gran muchedumbre, de todas las clases sociales, en cuyo semblante se notaba «el sentimiento profundo por tan triste pérdida».
Un redactor de El Pabellón Liberal destacó el decorado fúnebre y la atmósfera del momento: “Los negros cortinajes, los amarillentos cirios, los fúnebres crespones, el lúgubre tañido de las campanas, la tristeza majestuosa de la música…daban al acto una austera solemnidad, conmovedora y elocuente”.
Al mismo tiempo, la ceremonia luctuosa en la iglesia y convento de San Francisco, dio pábulo a diversos discursos políticos que exaltaron la figura simbólica del médico y político cartaginés. Fueron comunes los epítetos de «ínclito Padre de la Patria», padre y protector del pueblo, hombre probo, desinteresado, digno de imitar por la ciudadanía, insigne demócrata y consagrado al servicio de la nación costarricense.
“Puede asegurarse, sin temor de incurrir en exageraciones, que la Patria ha perdido, con la muerte del Benemérito don Jesús Jiménez, uno de sus primeros y más conspicuos prohombres”
— Editorial de 'La Gaceta' del 13 de febrero de 1897
Al respecto, el periódico oficial La Gaceta, en su editorial del 13 de febrero de 1897, destacaba: “Desaparece de entre los vivos el modesto cuanto ilustre patriota don Jesús Jiménez, Benemérito de la Patria, cuando cumplida ya honrosa y dignamente su misión en el mundo, colmado de merecimientos y de consideraciones, no les quedaba sino decir á la historia: ‘Aquí está mi vida pública para que juzgues si he sido buen ciudadano’, y al Juez Eterno: ‘Mi conciencia está libre de remordimientos: en más de setenta años de existencia practiqué la virtud y el bien hasta donde las humanas fuerzas lo permiten: héme aquí pronto á recibir lo que vuestra alta justicia me tiene reservado’.
“Puede asegurarse, sin temor de incurrir en exageraciones, que la Patria ha perdido, con la muerte del Benemérito don Jesús Jiménez, uno de sus primeros y más conspicuos prohombres. Nunca tan justificados como ahora, por consiguiente, el duelo de la sociedad y el de la Nación en presencia del triste suceso que deploramos, y que no por temido desde hace muchos días, ni por obedecer á leyes inflexibles y fatales, hiere menos el sentimiento público. Desde hace mucho tiempo, efectivamente, la enfermedad minaba el organismo del augusto anciano que vivía, como se ha dicho de otro grande hombre, ‘en la antesala de la tumba’. Hoy muere, al fin, y muere con los fulgores de la virtud sobre la frente, coronada á la vez por la nívea diadema de los años y por la no menos blanca y esplendorosa de una vida sin mancilla”.

En el caso del expresidente Jesús Jiménez, destacaron grandes virtudes como el sacrificio en pos del bien de la República, la sobriedad y la probidad en la función pública. (...) Lo que, es más, en ese corpus, que circuló ampliamente en la prensa periódica de la época (tanto liberal como conservadora) y en el mundo de la cultura, se ocultó o minimizó cierta tendencia hacia al autoritarismo que impregnó el ejercicio del poder político por parte de Jiménez Zamora.
Lo que subraya, lo que se omite
El rescate del «hombre ilustre», como enfatiza la historiadora María José Schneuer, «se transforma en un proceso funcional, en una selección de ciertas virtudes políticas y morales que son presentadas como ejemplares, modelos de conducta a seguir por la sociedad receptora de esos discursos». En el caso del expresidente Jesús Jiménez, destacaron grandes virtudes como el sacrificio en pos del bien de la República, la sobriedad y la probidad en la función pública.
Como lo indicó el editorialista de El Pabellón Liberal en su edición del 16 de febrero de 1897: “…Su integridad, rayana en lo increíble, en todo lo que se relacionó con el manejo de las rentas públicas… Recordemos las virtudes del integérrimo patricio que entrando á la Presidencia de la República en condiciones de fortuna más que satisfactorias, brillantes, salió de ella pobre á pesar de su proverbial economía”.
Lo que, es más, en ese corpus, que circuló ampliamente en la prensa periódica de la época (tanto liberal como conservadora) y en el mundo de la cultura, se ocultó o minimizó cierta tendencia hacia al autoritarismo que impregnó el ejercicio del poder político por parte de Jiménez Zamora.
El editorialista de El Pabellón Liberal, subrayaba en su escrito, que el expresidente de la República Jesús Jiménez fue: “Tildado de absolutista [y] hubo de caer violentamente por una revolución á mano armada, que lo condujo al ostracismo político. No queremos apreciar este acontecimiento en lo que él significó por sus consecuencias. La generación actual conserva en su corazón, más que en su memoria, esa serie de acontecimientos políticos posteriores al 27 de abril de 1870 [golpe de Estado]. Aún están calientes las cenizas del dictador que encabezó aquel cambio político [Tomás Guardia], y esto nos dispensa de entrar en apreciaciones que palpitan en la conciencia nacional. Cabe aquí decir que tal absolutismo no fue sino hijo de las circunstancias que el país atravesaba. Pasa sobre los encargados de manejar las riendas de un Estado una responsabilidad tal, que ella misma justifica ó atenúa los desvíos del hombre público”.
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Entretanto, el Dr. Antonio Zambrana, en el elogio fúnebre pronunciado en el atrio de la iglesia y convento de San Francisco, planteaba en términos apologéticos la significación pedagógica del óbito del benemérito don Jesús Jiménez para el pueblo costarricense: “Para todos hay, de cierto, en este instante, una consagración y una apoteosis ideal, un monumento de la patria, un gran recuerdo de la nación entera, algo que dignifica y eleva: de aquí no es dable que nos retiremos sino con el pensamiento levantado á la mayor altura posible: anciano, los que se despiden de tus cenizas, se sienten mejores y más fuertes; esa es para tí, una verdadera y merecida apoteosis -la única apoteosis que tu patriotismo y tu genial modestia hubieran de seguro apetecido‐”.
Ciertamente, de la cita anterior se puede inferir que, en la dialéctica de la construcción de las figuras de los «grandes ciudadanos» y los próceres olvidados, las imperfecciones contribuyen a la configuración de un individuo «perfecto», digno de ser inmortalizado en la perennidad del bronce.
Por último, los restos mortales de Jesús Jiménez Zamora descansan ad aeternum en una monolítica y austera tumba de granito, con una placa conmemorativa, que ocupa un sitio de preeminencia en el Cementerio General de la ciudad de Cartago.
La interpretación nacionalista de la muerte iba más allá de la política para entrar en los sentimientos y recuerdos colectivos.
En suma, el óbito de Jiménez Zamora significó su desaparición física, pero, inmediatamente, pasa a personificar la nación costarricense a través de un conjunto de valores cívicos necesarios para consolidar la idea de una «comunidad imaginada», para emplear la clásica definición del antropólogo e historiador Benedict Anderson. En otras palabras, la interpretación nacionalista de la muerte iba más allá de la política para entrar en los sentimientos y recuerdos colectivos. La «comunidad imaginada» se convirtió en una suerte de «comunidad emocional».
Una construcción
Los actos de homenaje y los funerales son la proyección de la estructura del poder del Estado y el deseo de fijarla, aunque no hay pasar por alto que también, a través de ellos, esta se construye.
La conmemoración fúnebre es un evento único, que tiene un aura de singularidad, que hace que la propuesta cívica del Estado-nación en consolidación, en el marco de las exequias o pompas fúnebres, sea aún más atractiva para las elites gobernantes y la participación del colectivo ciudadano.