Cuando el rey Gustavo VI de Suecia mencionó su nombre, que resonó en el vasto escenario de la Konserthusen de Estocolmo, Miguel Ángel Asturias habrá pensado en el largo camino recorrido hasta llegar a recibir el Premio Nobel de Literatura de 1967. ¿Habrá recordado su juventud, en la Guatemala del dictador Estrada Cabrera, cuando, joven poeta, firmaba álbumes de quinceañeras y escribía sonetos de beneficencia? ¿Habrá recordado sus años en París, cuando esa ciudad “era una fiesta”? ¿Habrá recordado los años del destierro, que lo hicieron escribir “andar de viaje, siempre de viaje / no tener casa, sino equipaje”? ¿O las agrias polémicas cuando fue nombrado Embajador en Francia? En los documentales de la época, en riguroso blanco y negro, Asturias aparece vestido de smoking, rodeado de los otros galardonados, un grupo de ancianos que parecen como pingüinos desorientados en una helada losa en el polo. El clima de diciembre, en Suecia, habrá sido semejante.
Asturias había nacido en el barrio de La Parroquia, una zona de la capital de Guatemala que, aun ahora, cuando ha sido devorada por el desconcertado crecimiento de la ciudad, tiene el polvoriento aroma de la periferia.
Tres son las consecuencias: la devoción católica, que Asturias cultivó hasta la herejía, dondequiera que estuvo (con el dinero del Nobel, mandó a tejer una túnica sevillana para el Señor Sepultado de su iglesia y también financió las empresas revolucionarias de su hijo Rodrigo); las leyendas de los arrieros, que pernoctaban en el patio de la tienda de sus padres, y que derrochaban historias en las noches frente al fuego de leños en descampado; y su contacto con los mayas, cuando el padre fue desterrado a Salamá, y el niño se encontró rodeado de amigos de la etnia kek’chí. Esa extraña y contradictoria mezcla alimentó la fantasía del escritor. A ella debemos obras maestras de nuestra literatura.
Cuando Asturias llegó a París, tenía que justificar la renta mensual que le enviaba la familia. Quizá por eso se inscribió al curso “Mitología y religiones de Mesoamérica”, impartido por Georges Raynaud. ¿Será verdad la leyenda según la cual, cuando Asturias ingresó al aula, Raynaud interrumpió su charla para señalar el perfil maya del autor guatemalteco? Se non è vero, è ben trovato, dice el refrán italiano.
Por romanticismo, hay un cierto gusto en imaginar la vida bohemia de los artistas en París. No hay duda de que Asturias participó en ella, pero también es cierto que ese período de su vida es uno de los más prolíficos, con una capacidad de trabajo asombrosa.

Bien se dice: no hay arte sin duro empeño. Miguel Ángel se dedicó a la escritura con tesón y muestra de ello son los manuscritos llenos de correcciones, las reescrituras, las reelaboraciones. Tuvo tiempo para escribir cuatrocientos artículos como corresponsal de El Imparcial, tradujo el Popol-Vuh del francés al español, escribió y publicó Leyendas de Guatemala, y consta que terminó el manuscrito de El Señor Presidente. Nada mal para un joven que no llegaba a los 30 años.
Era imposible desconocer las innovaciones literarias de la época: la escritura automática, uno de los pilares narrativos del surrealismo; el fluir de conciencia, de Joyce y Woolf; la importancia del inconsciente, según las difundidas tesis freudianas. Asturias no solamente se apodera de esas técnicas: las llena de contenido.
La sustancia se la da, precisamente, el Popol Vuh. Como sucede a tantos latinoamericanos, el joven autor guatemalteco descubre la profunda cultura de su patria cuando la ve desde lejos. Asturias se da cuenta de que la verdadera cultura de Guatemala tiene raíces ancestrales en el pueblo maya.
La sólida cultura hispana, es cierto: esos lejanos abuelos que habitan medallones del Siglo de Oro, barrocos malabaristas de la lengua española. Pero también, imbricada en ella, abrazada a ella como una enredadera inexcusable e inevitable, esa cultura profunda que viene de las raíces, que sube por los pies y llega al carácter, al modo de ser, al modo de hablar, al modo de ver el mundo.
Entonces escribe Leyendas de Guatemala, en donde se mezclan antiguas consejas españolas con la reelaboración poética de los textos mayas. El breve libro es una explosión de lenguaje y de imaginación. Asturias reescribe la creación del mundo y la creación de los seres humanos, en medio de catástrofes primigenias y cataclismos devastadores, de los cuales surge una realidad nueva y cristalina. Reelabora, también, el mundo colonial, con sus frailes, sus monjas y sus inquisidores, enredados con figuras animales que reptan en el territorio del sueño.
El crack económico de los años 30 hace terminar, abruptamente, la estadía en Europa. Asturias regresó a su país y lo encontró con una nueva dictadura: la del napoleónico Jorge Ubico. Aunque El Señor Presidente ya estaba listo, no lo pudo publicar. Se incorporó a la vida provinciana y, dada su fama de artista, Ubico lo invitó a formar parte de la Asamblea Legislativa. Rechazar la oferta significaba el exilio.
Siguieron diez años de silencio literario. Asturias se refugió en los excesos alcohólicos, como tantos otros en su época. Cuando, en 1944, la Revolución de Octubre derrocó al dictador, Asturias se encontró en el bando equivocado. Se fue a México, en donde siguió su vida desordenada. Ya para entonces, su matrimonio con Clemencia Amado, mujer clave en esta primera parte de su vida, le había dado dos hijos: Rodrigo y Miguel Ángel.
Como en las mejores leyendas literarias, Asturias presentó el manuscrito de El Señor Presidente a las principales editoriales mexicanas y todas lo rechazaron. Así pues, fue a la editorial de un exiliado republicano, Joaquín Costa-Amic, y se financió la publicación. La crítica le otorgó un tibio recibimiento.
En México, el matrimonio se va a pique. En 1947, el divorcio, que tuvo un efecto devastador en el escritor. Simultáneamente, el gobierno revolucionario se da cuenta de la importancia de tener entre sus filas a un importante escritor, y lo llama a Guatemala. Asturias entra en el cuerpo diplomático y sirve a su país en Argentina y en El Salvador.
En Argentina, entra en contacto con Alejandro Losada, cuya editorial reedita El Señor Presidente. Esta vez, es un éxito de crítica y de público. La novela rompía con la tradición realista y naturalista, para introducir la dimensión onírica, lo inconsciente y lo profundamente subjetivo en los personajes. No era tanto la trama: la denuncia feroz de las dictaduras latinoamericanas, con base en el pintoresco Estrada Cabrera. Era, en primer lugar, el lenguaje.
Desde ese punto de vista, El Señor Presidente es una fiesta. Metáforas, exclamaciones, jitanjáforas, juegos de palabras y coloquialismos estallan en fuegos artificiales verbales de genialidad absoluta. El ultrabarroco del Siglo de Oro revisitado en América a través de un ingenio tan chispeante y creativo como el de Góngora y Quevedo. Dicen que Asturias leía en voz alta cada párrafo de sus obras, para escuchar cómo sonaban.
Cuando se lee El Señor Presidente, la impresión es de una obra de un poderío verbal fuera de lo ordinario. En segundo lugar, el mito. Si lo entendemos como una narración fuera del tiempo que nos sitúa en un espacio primordial, entonces El Señor Presidente es la novela que crea el mito del dictador latinoamericano. Una buena novela deja en nuestra mente escenas memorables. La obra de Asturias abunda en ellas. Dividida en pequeños capítulos, cada uno de ellos es una breve joya narrativa. “¡Ese animal!”, por ejemplo, en donde un asistente del Señor Presidente derrama, involuntariamente, un tintero sobre los papeles del sátrapa.
Inmediatamente es condenado a doscientos palos a calzón bajo. Al final del capítulo, informan al dictador que el asistente no aguantó el castigo. La doméstica, temblando, le pregunta qué significa. El hombre le responde que se murió. Y sírvame otro plato. Frases geniales como la del condenado a muerte que rechaza la compañía de una prostituta en su última noche. “Para hijos de puta, basta con los que hay”, dice al feroz Auditor de Guerra. O el ingrato Mayor Farfán, que dice a Cara de Ángel: “Cuando uno mira para atrás, dan ganas de salir corriendo”.

¿Es posible superar una obra maestra? De 1947 a 1949, Asturias escribe y publica Hombres de maíz, un monumento literario que corre parejas con El Señor Presidente. Aquí, el mito asume dimensiones asombrosas y la diferencia entre la realidad y el sueño es difícil de establecer. La trama: un grupo de ladinos masacra, bajo el mando del coronel Chalo Godoy, a la comunidad ixil presidida por Gaspar Ilóm. Los Brujos de las Luciérnagas condenan, entonces, a los asesinos, a la esterilidad y a la muerte por fuego.
La novela sigue el cumplimiento de ese destino. Pero no basta, porque circulan en su interior una serie de historias de sabor antiguo y popular. Con personajes tan vivos y tan entrañables que parecieran haber existido más allá de la imaginación asturiana. Goyo Yic, limosnero ciego abandonado por María Tecún; Miguelita de Acatán, cuya máquina de coser, primordial como las constelaciones, se oye en las calurosas noches de la Vera Paz; Don Deferic, abusivo alemán que toca sonatas en un piano carcomido por la polilla; don Nicho Aquino, cartero que, a la sazón, se vuelve coyote para atravesar las montañas el país; don Casualidón, el cura ávido castigado “por caballo”.

Una novela que es un mundo y que ayuda a edificar el mito para la reconstrucción del país. Hombres de maíz, como sucede con las grandes obras de arte, representa muchos significados a la vez. Va mucho más allá de la pobre etiqueta de “realismo mágico”, un cómodo encasillamiento de la crítica.
Hay escritores cuya vida coincide con la vida del país en que nacieron y, por ello, se convierten en símbolos de su patria. Cuando, en 1954, los Estados Unidos deciden que el proyecto democrático de la revolución guatemalteca no conviene a sus intereses y patrocinan una invasión que abate las esperanzas del país, Asturias es embajador en El Salvador. Se exilia en Argentina, en donde tiene muchos amigos, entre ellos a Pablo Neruda.
El gobierno contrarrevolucionario lo ha privado de la ciudadanía guatemalteca y ello, para una generación de intelectuales patriotas, es una ofensa muy dolorosa. Asturias sigue en el pleno de su producción literaria. No es verdad, como impuso una cierta crítica en los años 70, que las obras del exilio son inferiores a las obras maestras del inicio. Son diferentes.
Las obras más significativas de esos tiempos del destierro son Week-end en Guatemala, colección de cuentos militantes para denunciar la invasión de Guatemala, que contiene una perla de la narrativa breve: “Torotumbo” y el gran esfuerzo épico de la “Trilogía bananera”: Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados. Son obras de claro compromiso político, porque Asturias no rehuyó su deber cívico y su empeño en denunciar al imperialismo norteamericano. Esta última categoría había sido puesta en desuso hasta hace poco tiempo y había servido para desactualizar la denuncia asturiana. Vaya si no está vigente.
Quizá la mayor obra de la madurez asturiana sea Mulata de Tal. Dos cosas hay en el arte literario: el estilo y la imaginación. Los hay que tienen estilo, pero no imaginación; los hay que tienen imaginación, pero no estilo. Miguel Ángel Asturias poseía, a caudales, estilo e imaginación. Mulata de Tal es una fuente desbocada de ambos. ¿Cómo se le ocurrían tantos delirios estrafalarios al autor guatemalteco? ¿De dónde saca a su Brujo Bragueta, que no se llama así, sino que le dicen, porque sus personajes se desdoblan en nombre pero también en físico, se transforman y convierten en una realidad alucinada de viaje transmental? Ese Brujo que le vende su mujer al diablo Tazol, y que recibe, en una cajita, al mundo entero, del que sacará, si quiere, un prado, unos chivos, unas vacas, mínimos en la caja y enteros al salir de ella. Y el viaje al pueblo donde todo está torcido, un viaje iniciático incluso para el lector, que debería sorber dosis de cordura para seguir leyendo.

Todo en ese lenguaje de lujo inaugurado por las Leyendas de Guatemala, y que Asturias no abandonó jamás, un idioma español enriquecido de guatemaltequismos, y en donde un privilegiado oído musical exalta todas las posibilidades del idioma.
Han pasado 50 años desde el fallecimiento de Asturias. Como sucede a los grandes autores, su obra ha sido sometida a polémicas, discusiones y acusaciones mezquinas. Uno podría recordar la frase de Sor Juana: “cabeza que es erario de sabiduría no espere otra corona que de espinas”. La respuesta está en la obra, y nada más que en la obra.
Basta una revisión paciente, morosa y reflexiva para darse cuenta de que debemos a Miguel Ángel Asturias varias obras maestras de la literatura, fruto de un luminoso talento, de un trabajo constante para pulir su obra y de una concepción de la narrativa, como obra de arte total, lección y ejemplo para generaciones venideras, que, aunque no lo reconozcan, son deudoras y herederas de su magisterio universal.