La ministra de Hacienda, Rocío Aguilar, tiene la virtud de explicar la compleja materia a su cargo con didáctica sencillez. A lo largo de los últimos años, el país ha cerrado la diferencia entre ingresos y gastos del Gobierno con la obtención de créditos y la renuncia a invertir en infraestructura, dice la funcionaria. Basta con fijarse en esa sencilla ecuación para comprender el rumbo del país hacia la crisis ya declarada, pero todavía no advertida por la mayor parte de la población.
Hemos podido gastar más de lo que recaudamos gracias a inversionistas dispuestos a prestarnos la diferencia; sin embargo, la deuda crece y esos inversionistas comienzan a pensarlo mejor. Primero, exigen tasas de interés más altas para compensar el riesgo. Luego, piden la devolución del dinero a más corto plazo. Finalmente, desisten de invertir en Costa Rica.
Las decisiones las van tomando de la mano de las agencias internacionales calificadoras del riesgo. Esos organismos estudian la evolución económica y fiscal de los países para informar a los inversionistas sobre las posibilidades de recuperar su dinero. Según bajan las calificaciones, aumentan las tasas de interés y se reducen los plazos. Costa Rica inició hace tiempo el proceso de deterioro.
La deuda se hace cada vez más grande y también más cara. Para atenderla, hace falta una proporción creciente de los impuestos recaudados. Eso deja menos dinero para otros gastos. La infraestructura es una de las áreas donde más se facilita el ahorro. Los reclamos por obras inexistentes –aunque necesarias– y por el deterioro gradual de la infraestructura con que contamos son menos frecuentes y violentos, precisamente porque el costo en calidad de vida y competitividad solo se revela con el paso de los años.
La falta de inversión en infraestructura afecta el desarrollo económico y disminuye los ingresos tributarios. El Estado no puede cobrar sobre ganancias no generadas. Las desventajas competitivas se suman a las dificultades financieras del gobierno para disminuir los recursos a mano para la producción. La competencia por el crédito disponible eleva las tasas de interés y, en general, la crisis fiscal genera una atmósfera de incertidumbre contraria al crecimiento económico. La ministra de Hacienda ya advirtió su temor a la caída de ¢300.000 millones en la recaudación de impuestos. Habrá entonces menos dinero para atender la deuda y los inversionistas lo saben.
Al mismo tiempo, el gasto en infraestructura seguirá desplomándose. En el presupuesto del 2019 se previó la inversión más baja de los últimos 13 años. Es solo un 4,6 % del gasto total. Mientras tanto, el 41,6 % del plan de gastos se dedicará a pagar amortizaciones e intereses de la deuda. Para mayores angustias, el presupuesto total se financiará, en un 53 %, con más deuda.
Podemos seguir dando vueltas en el círculo vicioso hasta salir disparados hacia el abismo, víctimas de la fuerza centrífuga. A eso aludía un funcionario de la agencia calificadora Moody’s cuando invitaba al país a hacer un ajuste ordenado para evitar que la realidad se encargue, con crueldad, de devolver las aguas a su nivel. El gobierno y varias fracciones legislativas intentan evitarnos el trago amargo. Promueven el aumento de ingresos y el recorte de gastos más allá del castigado rubro de la infraestructura.
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Si no lo logran, la realidad se hará cargo. Los empleados públicos sufrirán la falta de fondos para pagar salarios. Probablemente los cobren a costa de la inflación. Recibirán menos aunque el número de colones sea mayor, pero no serán los únicos afectados. El peso de la crisis recaerá sobre los grupos más desposeídos. Urge evitarlo porque de nada servirá hacer los reclamos del caso a la dirigencia sindical irresponsable cuando sea demasiado tarde.