Después de dos siglos de estancamiento, el Celeste Imperio renació de las cenizas donde lo habían dejado las políticas coloniales occidentales y el maoísmo criollo. Al reencontrar sus raíces, China emprendió un proyecto nacional, con objetivos cada vez más globales, los cuales la han catapultado a la categoría de segunda economía del planeta y encarrilado, a paso firme, mediante la nueva Ruta de la Seda, hacia un liderazgo más cosmopolita.
Renació en apenas 40 años, impulsada por una iniciativa campesina de libre mercado, la cual cobró dinamismo y fue capaz de integrar las mentes y voluntades de sus habitantes. Luego, paso a paso, y con bajo perfil, sumó aliados en el resto del planeta.
Consiguió la integración, el haz de voluntades colectivo, de tal manera que cada grupo de interés, local o extranjero, congruente con el proceso emprendido, encontró su espacio de aporte y enriquecimiento.
Para quienes nos formamos en la Latinoamérica del siglo XX, con el sueño de una región como una pieza importante en el ajedrez mundial, los acontecimientos políticos al finalizar la centuria e iniciarse el siglo XXI nos obligan a una reflexión profunda sobre nuestro papel en los próximos años.
Más allá del rechazo a las políticas imperialistas, primero española y posteriormente inglesa y estadounidense, en los siglos XIX y XX, que crearon una unidad continental frente a la agresión externa, conviene destacar algunas vertientes culturales, de diverso origen, que subyacen en nuestra conciencia generando identidades diversas y contrapuestas.
Diferencias entre países. En primer lugar, nuestra América no es uniforme; está integrada por un conjunto de naciones con culturas de diverso peso étnico.
La independencia de España y Portugal fue, ante todo, una revindicación de los intereses de los criollos, que dejó por fuera los de los indígenas y africanos, y mantuvo las relaciones de dominación y privilegio de los ibéricos y otros grupos europeos sobre los nativos y exesclavos. La situación no solo mantuvo al margen los derechos de las comunidades indígenas sobre sus tierras, también reprimió muchas manifestaciones culturales de estas y de los liberados esclavos africanos.
Lo más grave de esta relación fue quizás la falta de estímulos y la tensión creativa para gestar un liderazgo incluyente. La relación de dominación “sobre lomos de indios y esclavos” facilitaba para la clase dirigente criolla un bienestar fácil que no estimulaba el trabajo ni la innovación.
Empotrados en el sistema patrimonialista originario de la colonia, se gestó un híbrido “republicano”, que la politóloga mexicana Denise Dresser llama, muy acertadamente, un “capitalismo de cuates”: un sistema oligárquico en el cual desde el poder se definen y asignan las oportunidades y los privilegios. En vez de ser el poder social y económico el que articula el Estado. Un sistema que desarrolla destrezas cortesanas y, al mismo tiempo, alergia al trabajo. Como lo menciona en una de sus estrofas una popular canción caribeña cuando dice “el trabajo lo hizo Dios como castigo”. Los miembros de estas élites solo aprenden a trabajar de verdad cuando lo pierden todo y se enfrentan al exilio o a la pobreza.
Dominación. Las comunidades indígenas y africanas, restringidas en su expresión y derechos ciudadanos, coexistieron con expresiones culturales sincréticas, toleradas dentro de la estructura de poder como manifestaciones folclóricas.
La religión católica favoreció en algunos casos el sincretismo durante la colonia y fue uno de los componentes de una forma de identidad compartida. Más adelante, por medio de la teología de la liberación, los obispos latinoamericanos trataron de recuperar la vertiente de trabajo con las comunidades, pero desde Roma se le quitó impulso y la posibilidad de fortalecer el nexo identitario de organización de los marginados. Situación aprovechada, más adelante, por la teología de la prosperidad promovida por las iglesias evangélicas neopentecostales, financiadas generosamente desde los Estados Unidos, para ligar estos movimientos a las políticas neoliberales.
La identidad latinoamericana, históricamente, ha estado más ligada a intereses particulares y a un folclor de exportación que a un entusiasmo por las calidades de liderazgo y valores propios.
Una nueva y brutal turbulencia enfrenta al patrimonialismo tradicional a un nuevo rival: el narcotráfico. Por primera vez en cinco siglos, surge una sólida fuerza económica que se enfrenta al Estado y lo penetra por las venas abiertas de la corrupción. Una fuerza que amenaza seriamente sus fundamentos y se perfila para el patrimonialismo como el asteroide que acabó con los dinosaurios.
El malestar de la población se ha agudizado en varias partes del continente, carente de una esperanza, abrumada por la corrupción galopante. Expulsados de sus comunidades por las transnacionales, sin esperanzas por la falta de inversiones significativas en capital humano, con desempleo y delincuencia organizada creciente, las masas de excluidos, a pesar de las riquezas de sus países, han empezado a ser abandonados. Se ha iniciado en los Estados fracasados de Centroamérica, México y más allá, éxodos masivos en busca del “sueño americano”. Una marcha de derrota, iniquidad y vergüenza del ser latinoamericano.
Frenos internos. Mientras los países de mayor tamaño del continente pasan por convulsos procesos políticos, cuatro menores marcan rumbos y sin rumbos. Por una parte, Cuba ha logrado formar un gran capital humano, pero no puede aprovecharlo por el temor visceral a la empresa capitalista criolla. Uruguay, si bien ha alcanzado cierta estabilidad institucional y bienestar, está sujeto a los vaivenes económicos de sus vecinos. Chile, por su parte, muestra indicadores macroeconómicos relativamente buenos, pero existe un malestar social latente heredado de la dictadura.
En Bolivia, uno de los países más pobres, la única república americana donde los indígenas han tomado el poder y dirigen su Estado, se producen significativos éxitos en la economía y el desarrollo social. Se fortalece una nueva identidad.
Se trata de países pequeños donde se cuecen procesos locales que, sin embargo, pueden contribuir a configurar senderos para un nuevo sincretismo. Se colocan las fichas en el gran tablero latinoamericano, pero, dada la diversidad del subcontinente, las contradicciones y antagonismos existentes, no parece realista pensar en una identidad latinoamericana como una copia de Europa o los Estados Unidos.
Somos bastante más que eso. Tenemos una herencia milenaria, tanto americana como africana, que hemos menospreciado. Son saberes para la preservación del medioambiente, la alimentación y el arraigo de los habitantes que retoman vigor.
Nos falta un trecho bastante largo por recorrer antes. Que, empujada por la necesidad, emerja una nueva identidad capaz de atrapar los corazones y las mentes de la región. Un proceso que desarrolle una ciudadanía al mismo tiempo que integra las fortalezas y saberes regionales con proyecciones cosmopolitas. Está dentro de lo posible, aunque llevará tiempo. La herencia colonial aún pesa mucho.
El autor es sociólogo.