En un convite cargado de comida y bebida obtenida del jugo de uva fermentado, decía a sus amigos Zenón de Elea –filósofo nacido en la magna Grecia, al suroeste de Italia, alrededor del año 500 a. C.– que “ningún corredor puede terminar una carrera de una milla”. De no haber sido general el sentido de esa afirmación, sino referida a mí, estaríamos ante una verdad que no requiere demostración, pero Zenón tuvo en mente corredores de alto calibre.
En apoyo de su opinión, argumentó lo siguiente: para recorrer una milla, primero debe recorrerse media, lo cual toma cierto tiempo. Para recorrer la media milla restante, debe recorrerse la mitad de ella, o sea, un cuarto de milla, lo que también toma tiempo. Y así sucesivamente.
Por tanto, un corredor ha de recorrer un trayecto de submúltiplos de milla representado por la suma de 0,5 + 0,25 + 0,125 + 0,0625 + …, que es infinitamente grande y que –sostuvo Zenón– tomaría infinito tiempo completarlo.
Zenón sabía que muchos corredores, sin problema, completaban una carrera como esa, pero su planteamiento lo que buscó fue obligar a sus amigos a que le señalaran qué de malo había en el razonamiento.
Con unos vinitos dentro, ni su maestro Parménides ni Pericles ni Calias se atrevían a pensar en el infinito. Mejor era deliberar sobre otros temas más sencillos, como la ética, la metafísica, la política, la retórica y el amor, en particular, entre ellos y sus donceles. Muchos optaron por no invitar más a Zenón a sus banquetes. Los griegos clásicos le tuvieron pavor al infinito y la humanidad tuvo que esperar siglos para volver a considerar la idea.
Excepciones. En efecto, el infinito parece indomable. Tome, por ejemplo, la serie 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8... hasta infinito. Luego, redúzcala a la mitad para obtener la serie 1, 3, 5, 7… Notará que la segunda contendrá tantos elementos como la primera, de suerte que cada elemento de aquella, la serie “grande”, encontrará su pareja en la segunda, la serie “pequeña”. ¿No era que siempre el todo es más grande que cualquiera de sus partes? No. No siempre lo es.
Ahora, imaginemos una pieza de madera de 1 cm x 1 cm, como las venillas utilizadas para sostener los vidrios en ventanas, pero aceptemos que es infinitamente larga. Imaginemos que, para que no estorbe, a esa peculiar pieza la colocamos en la esquina que forman el piso y la pared del túnel Zurquí y que de allí se proyecta al infinito.
Imaginemos que con una fina sierra procedemos a cortar la pieza a la distancia de su primer centímetro, para obtener un cubito de madera de 1 cm de arista. Obtenemos otros más y comenzamos a formar un puñito que podemos hacer crecer a gusto. Con paciencia, podríamos hacer un puño de cubitos que tape la entrada del túnel, luego todo el túnel, más adelante toda la región Caribe de nuestro país. Si continuáramos con el ejercicio, podríamos obtener todas las piecitas de madera de 1 cm x 1 cm x 1 cm necesarias para cubrir el hemisferio occidental, la Tierra y el universo.
Con una demora de más de 2.000 años, allá por el 1675 de nuestra era, I. Newton y G. Leibniz contestaron a Zenón que el espacio que el corredor de su ejemplo tenía que recorrer no era infinito. Utilizando la herramienta matemática que ellos independientemente recién habían inventado, el cálculo infinitesimal, mostraron que la suma de 0,5 + 0,25 + 0,125 + 0,0625 +… no sobrepasaba el valor 1. El corredor (¿Nery Brenes?) solo tenía que recorrer 1 milla para llegar a su meta. Pero los cubos del otro ejemplo sí terminarían inundando el universo.
Huelga. Los ejemplos anteriores son adaptaciones de unos tomados de un interesante libro de Edward Dolnick, The Clockwork Universe, que relata el nacimiento de la actitud científica que caracteriza al mundo moderno.
Lo leía (en realidad releía) una de estas tardes, cuando por bloqueos en las principales vías de la Gran Área Metropolitana no pude salir de mi casa. A pesar de que, por mi método de trabajo, tal restricción no me afecta mucho, no dejo de pensar en los miles de costarricenses propietarios de restaurantes, hotelitos y tiendas que dependen del turismo o el comercio, cuyo esquema de vida se ha visto severamente afectado por las huelgas.
Ni qué decir de los estudiantes que no han podido terminar sus estudios, ni de los pacientes cuyas cirugías se las pospusieron por un año y más. Todo por las acciones irresponsables de sindicalistas del sector público, que luchan por preservar privilegios cuyo costo en buena parte recae sobre costarricenses cuyos ingresos son un submúltiplo de los de ellos.
El problema fiscal, que en la actualidad se constituye en el talón de Aquiles de la economía costarricense, también tiene una arista infinita. Las finanzas públicas requieren hoy un ajuste sostenible equivalente a, aproximadamente, un 4,5% del tamaño de la economía costarricense (medida por el PIB) solo para evitar que el endeudamiento del Gobierno Central siga creciendo. Para referencia, un 1 % del PIB equivale a unos ¢350.000 millones.
Ese ajuste idealmente debería darse mediante una combinación de recorte de gasto público y aumento de impuestos en una relación mínima 2-1, pues es el aumento del gasto, más que una baja en ingresos tributarios, lo que explica el alto déficit fiscal. Si no hacemos pronto un ajuste como el indicado, o si lo efectuamos a medias (como cada vez más temo va a ser el caso), el endeudamiento relativo continuará creciendo y la carga de intereses que eso apareja también.
Los intereses crecerán no solo porque el saldo de deuda sería cada vez más alto, sino porque la tasa de interés que demandarán quienes estén dispuestos a prestar al gobierno será mayor. Esos intereses, que hoy equivalen a cerca del 3,4 % del PIB, y es superior a lo que el gobierno invierte en obra física, desplazarán (“estrujarán”) cada vez más otras partidas del presupuesto nacional, como son salud, seguridad, vivienda de interés social y educación.
A partir de un cierto nivel de déficit fiscal, no habrá inversionista privado que compre bonos de Hacienda a ningún precio. El Estado tendrá cada vez menos capacidad para suplir a la ciudadanía los servicios para los cuales fue creado.
Crecimiento lento. Es cierto que el ajuste podría venir por el lado de un acelerado crecimiento económico, pues al ser el endeudamiento público un concepto relativo (deuda/PIB), el que el denominador crezca a velocidad superior a la del numerador hace que la relación baje. Pero difícilmente podrá la economía costarricense crecer a la tasa requerida para lograr ese objetivo si la carga impositiva y el peso del sector público son altos.
Ante el estrujamiento presupuestario, que tendrá lugar si no se lleva a cabo un ajuste en la dimensión correcta, las partidas que con mayor probabilidad el gobierno reducirá son las que no tienen defensores sonoros, como son las que financian infraestructura, la educación básica y ciertas obras sociales. Pero más adelante también tendrá el Estado que ahorrar en salarios de sus funcionarios.
El gobierno comenzará a despedir servidores y eso resultará mejor si procede de manera ordenada. Una forma de hacerlo es organizar los despidos por orden alfabético de acuerdo con el apellido y sin distingo del tipo “mujeres y jóvenes primero”, como opera cuando un barco se está hundiendo. Tampoco deberá discriminar por sexo ni por preferencia sexual.
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Conforme vayan creciendo los despidos y los recursos fiscales tengan que dedicarse a pagar 30 días hábiles de vacaciones no disfrutadas, aguinaldos proporcionales y cesantías que llegan a los 20 años, muchos temerán que para ellos no alcance la plata. Los burócratas de apellido Zúñiga, Yglesias y Vieto correrán a presentar sus renuncias, ante lo cual los apellidados Atmetlla, Barrantes y Castro se sentirán burlados, y recurrirán a la Sala IV para que haga valer el orden lexicográfico “primero en el alfabeto, primero en salir”.
Por un privilegio constitucional, y por una consideración eminentemente práctica, la última persona en ser despedida sería el tesorero nacional o la tesorera nacional, pues alguien tiene que hacer y registrar todos los pagos. Lo único que a él o a ella procede solicitarle es que, al terminar su último día de trabajo, apague la luz.
El autor es economista.