Un torrente de videos y audios anuncian, mediante los servicios de mensajería y las redes sociales, el inicio de una revolución inexistente. El blanco es una dictadura imaginaria, elegida por votación universal, en comicios impolutos y sin el menor interés de aferrarse al poder una vez concluido su periodo constitucional.
La revuelta no tiene respaldo ni se manifiesta en la realidad. Nadie la cree posible en Costa Rica y es fácil explicar las razones. El país conoce el valor de las instituciones democráticas y no carece de información sobre las tragedias ocurridas en naciones cercanas, como Nicaragua y Venezuela. Utilizando la jerga de los movimientos violentos del pasado latinoamericano, en nuestro país no hay “condiciones” para un golpe de Estado.
Los mensajes contienen, en sí mismos, las claves reveladoras del embuste. Durante los recientes cierres de vías, voces exaltadas anunciaban el inicio de la “revolución” y ofrecían “partes” informativos cuando la población podía constatar, con poco esfuerzo, la inexistencia de la revuelta, salvo los bloqueos ejecutados por pequeños grupos de estudiantes y camioneros. Esas acciones son ilícitas. Causan daños económicos y sufrimiento, pero distan de ser una amenaza existencial para el sistema.
Esta semana, un grupo de hombres armados, con una manta proclamándolos “frente patriótico”, hizo circular un manifiesto sin contenido, salvo el apoyo a los estudiantes, el ofrecimiento de seguridad a los empresarios —porque los alzados son “intelectuales” y nada tienen contra la empresa privada— y el llamado a deponer al gobierno, sin precisar por qué. Se autodenominan 7 de Julio, pero nadie tiene idea del significado de la fecha. Ciertamente, nada especialmente notable ocurrió en el país el domingo pasado.
El M19 colombiano tomó su nombre de la fecha de las elecciones, supuestamente fraudulentas, del 19 de abril de 1970. El cubano 26 de Julio quiso inmortalizar la fecha del asalto al cuartel Moncada, en 1953. Pero la característica más sobresaliente del 7 de Julio costarricense fue la goleada propinada por la Liga Deportiva Alajuelense al Deportivo Saprissa en el Estadio Nacional. Sumadas esas circunstancias al escaso armamento de cacería exhibido por el grupo del video, es difícil dar crédito a la amenaza.
No obstante, el continuo bombardeo de falsas informaciones por Internet preocupa a muchos ciudadanos y envenena el ambiente político. No carecen de razón, pese a la falta de credibilidad de los mensajes y la justificada confianza en la fortaleza de nuestras instituciones. Los mensajes de alarma no moverán masas ni iniciarán una revuelta contra la democracia más estable del continente, pero alimentan tensiones reales y magnifican conflictos existentes. En ese marco, un solo desquiciado podría causar grandes daños.
Así estuvo a punto de ocurrir en Estados Unidos, cuando un demente animado por absurdas “informaciones” de las redes sociales se convenció de que Hillary Clinton, su jefe de campaña, John Podesta, y el dueño de una pizzería de Washington operaban una red de tráfico de menores desde el sótano del restaurante. El hombre viajó a la capital estadounidense desde Carolina del Norte y entró al local, rifle en mano, para desatar una balacera. No hubo heridos y el caso pasó a ser conocido, con algo de humor, como “pizzagate”, pero ejemplifica el peligro de las campañas fraudulentas ejecutadas mediante Internet. Hay casos más desafortunados, en los cuales sí ha corrido la sangre, como las falsas alarmas transmitidas por WhatsApp y otros medios sobre el robo de menores en la India.
Nuestro país debe intensificar la educación sobre el uso de Internet, las redes sociales y otras formas de difusión de mensajes masivos. Los medios de comunicación debemos redoblar esfuerzos para alertar a la población y el Ministerio de Educación haría bien en incluir la materia en los cursos de Cívica, a los cuales sin duda pertenece.
Por su parte, la Policía cometería un error si cayera en la tentación de ignorar los mensajes por su evidente desconexión con hechos de la realidad. Es necesario hallar a los responsables y castigarlos, no porque puedan ejecutar los propósitos anunciados, sino por el desasosiego y el riesgo creados. Es preciso tomarles la palabra y tratarlos como sediciosos, aunque no pasen de charlatanes.