A los Estados Unidos, la más antigua república democrática, le tocó pagar con zozobra su larga tradición institucional. Bastó la aparición de un líder carismático, sin apego a los valores imperantes, para revelar debilidades y anacronismos de un sistema electoral cuyo éxito le ha garantizado permanencia en el tiempo con pocas reformas.
El voto en segundo grado es el ejemplo más claro. Fue adoptado para equilibrar la relación de fuerzas entre el sur esclavista y agrícola y el norte industrializado. Los 50 estados eligen por voto popular tantos electores como representantes tienen en el Congreso y en el Senado. A ellos les corresponde escoger al presidente.
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El sistema, adoptado por razones pragmáticas —fundamentalmente la cohesión de la república en el momento de su fundación— opera a contrapelo de los valores democráticos básicos. Para comenzar, el tratamiento de los votos varía según el lugar de residencia de los ciudadanos. El voto de un republicano en Nueva York, donde el dominio demócrata es inexpugnable, no vale nada. Lo mismo puede decirse de un sufragio demócrata en los estados donde los republicanos son fuertes.
En consecuencia, las campañas electorales se concentran en un pequeño grupo de estados donde la paridad de simpatías impide saber, de entrada, quién ganará. Los partidos se esmeran por impulsar políticas públicas beneficiosas para esos estados y el resto de la nación contempla el espectáculo. Al final, como ha sucedido en cinco ocasiones, el resultado de las urnas difiere del Colegio Electoral y el candidato derrotado por el voto popular gana la Casa Blanca.
Así fue como menos de 80.000 personas en Míchigan, Wisconsin y Pensilvania llevaron a Donald Trump a la presidencia pese a la holgada mayoría de votos populares a favor de Hillary Clinton. Aún más dramáticas fueron las elecciones del 2000, decididas por 537 votos en el estado de Florida.
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La historia y la inercia pesan a favor del sistema, pese a las fallas percibidas, pero el voto en segundo grado no es la única debilidad electoral estadounidense. Las confrontaciones de los últimos días, amén de despertar el debate sobre posibles reformas en ese país, deben llamarnos a meditar sobre las fortalezas de nuestro sistema para comprender su valor y la importancia de preservarlas.
Costa Rica elige presidente mediante el voto directo desde 1913 y, a diferencia de la unión norteamericana, donde cada estado define sus reglas electorales, la regulación de los comicios es uniforme en todo el territorio. Está a cargo del Tribunal Supremo de Elecciones, administración centralizada con autonomía y permanencia al punto de ser reconocida como cuarto poder. Eso impide la injerencia de autoridades políticas en la gestión de las elecciones.
En los Estados Unidos, la influencia de autoridades políticas comienza por la manipulación de los mapas electorales para crear distritos más favorables para determinados intereses (gerrymandering) y llega hasta el arbitrio definitivo de los resultados por los congresos estatales en determinadas circunstancias, además de la certificación parlamentaria en torno a la cual se desataron los sucesos del 6 de enero en Washington. Un proceso similar existió en nuestro país hasta 1948, cuando el Congreso revirtió el pronunciamiento del Tribunal Nacional Electoral y desencadenó la guerra civil.
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En Costa Rica, la prohibición de la reelección presidencial inmediata, la legislación contra la beligerancia política de altos funcionarios y la restricción de la pauta publicitaria gubernamental durante la campaña protegen la neutralidad gubernamental.
La limitación y control de donaciones a las campañas todavía merece revisión y perfeccionamiento, pero no existe el equivalente a los comités de acción política de Estados Unidos, creados al amparo de un fallo de la Corte Suprema de Justicia para canalizar sumas sin límite hacia la causa de uno u otro partido. Estados Unidos también rechaza la idea de un documento único de identidad por temor a la vigilancia estatal y la violación de la privacidad. La cédula costarricense, sin embargo, permite la inscripción automática de votantes y prueba fehacientemente la identidad.
El sistema electoral de nuestro país, similar al de muchos otros, incorpora avances y garantías adoptadas a lo largo de los años, en ocasiones, después de acontecimientos históricos traumáticos. Es perfectible, pero puede ser exhibido al mundo con orgullo y merece el celoso apoyo de todos los ciudadanos.