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Sentarse a desgranar recuerdos de tiempos impensados ahora, como los años 30 y décadas siguientes en la memoria de don José Guillermo Jesús del Socorro Malavassi Vargas o bien Guillermo Malavassi y en últimas Memo, para sus más cercanos, es como dejarse llevar por una película en tono sepia que se decanta en horas, casi sin pausas, y nos transporta a correrías, aventuras, estudios, batallas, triunfos, dolores y, finalmente, al otoño de la vida de este roble de 87 años que es hoy este hombre de presencia impoluta, retórica impresionante y un sentido del humor que lo ha caracterizado desde niño, según cuenta y demuestra.
Su currículum (o El curso de mi vida, como lo llama él), abunda en títulos académicos desde muy joven y en una infinidad de nombramientos y puestos relacionados más que todo con su versada formación en filosofía y letras. Las generaciones de académicos y políticos nacidos también en el siglo pasado están claros en las muchas facetas que ha desempeñado incansablemente don Guillermo en el país durante los últimos 70 años, pero existe una brecha generacional inevitable, gente más joven que lo ubicó, a partir del último Festival de la Luz, como el “dueño de la UACA responsable de la carroza del feto”.
Aquel fue el tema principal del Festival de la Luz, no las carrozas ni el evento en sí, pues miles de costarricenses se manifestaron tanto a favor como en contra de la iniciativa de la Universidad Autónoma de Costa Rica, liderada por su rector, quien en aquel momento fundamentó su decisión con el mismo argumento que la defiende ahora: “Es un mensaje (el de la carroza) a favor de la vida que, por supuesto, estar a favor de la vida es estar en contra de los crímenes, los asesinatos, las guerras, las guerrillas, de esos brutales accidentes de tránsito por imprudencia y también del aborto”.
En aquella oportunidad, ante la pregunta de La Nación, sobre cuánto representaba esta carroza el sentir de la comunidad estudiantil, Malavassi respondió: “La comunidad estudiantil son muchachos que llegaron hace poco. La UACA existe hace 43 años y siempre ha pensado así y yo, como uno de los fundadores, lo sé porque estoy hace 43 años. De modo que unos cuantos parecieran querer otra cosa, pero los principios de la UACA permanecerán en el tiempo, como ha sido durante más de cuarenta años.
Sentados en una acogedora sala de su casa de habitación, en Curridabat, empezamos a recorrer los caminos de su vida con parte de ese episodio. Le menciono el tema de la carroza, se toca la cabeza, sonríe ampliamente y admite que, efectivamente, aquello lo puso a él en la lupa nacional y que su intención era llevar el mensaje provida.
Los “daños colaterales”, es decir, las críticas y ofensas que recibió, parecen no hacer mella en el rector. Más bien, cuenta con satisfacción que él iba acompañando la carroza y que recibió muchísimos gestos de aprobación de la gente apostada a la orilla de la calle, viendo el desfile. “Solo recuerdo una señora por allá, haciéndo gestos, estaba enojada, pero no escuché lo que decía”, recuerda con toda normalidad, como quien a los 87 años parece poner en la perspectiva correcta todo lo que le pasa a diario (dice que un enojo no le dura ni tres segundos) y declara que está totalmente preparado para la muerte, la cual ve como un proceso natural que le llegará “cuando Dios quiera”.
Por ahora, Malavassi y su equipo ya tienen listo el diseño de la carroza con el que la UACA participará en el próximo Festival de la Luz, este sábado 14 de diciembre, y adelantó que el tema será una alegoría sobre la “La Familia: elemento natural y fundamental de la sociedad”.
Más allá de las carrozas
Escuchar la historia de don Guillermo Malavassi en sus propias palabras es como transitar por una película criolla de los años 30 o 40, sus relatos salpicados de detalles humorísticos, reflexiones o frases filosóficas, especialmente de uno de sus más admirados sabios, Aristóteles, hacen que la hermosa tarde ya con tintes prenavideños transcurra en un tris.
Descendiente de italianos que habían venido a Costa Rica para trabajar en la construcción del Ferrocarril al Atlántico, vino al mundo un 31 de mayo de 1932; fue el menor de 10 hermanos y nació en Cartago centro, a las 5:30 de la madrugada. Aunque antes de su nacimiento sus padres tuvieron alguna prosperidad gracias a una tienda que tenían y a algunos pedazos de tierra que cultivaban; optaron por cerrar la tienda para que doña Ninfa se dedicara al cuido de su numerosa prole, mientras don Rogelio la “pulseaba” con la venta de lo que sembraba en sus pequeños terrenos. Pero el trabajo en el agro era difícil e incierto, y por aquellos tiempos se desató la crisis de los años 30 en Estados Unidos, la que afectó todo el continente.
Así que don Guillermo y su familia supieron lo que fue sufrir carencias, aunque él resalta que su mamá tenía un don increíble para prodigarles y multiplicarles no solo los alimentos, sino también la alegría y la paz. Quizá desde entonces don Guillermo acopia una frase que usa frecuentemente, cada vez que culmina un pasaje de vida, ya sea bueno o acongojante: “pero bueno, todo pasó y la vida siguió”.
Si algo disfruta Malavassi, es recordar sus correrías con la chiquillada de entonces, y las “tortas” que se jalaban. Era muy buen estudiante, pero tenía un humor algo exagerado que le generó más de una reprimenda, como cuando explotó una bombeta en la escuela sin calcular lo ruidosa que iba a ser, con el agravante de que su maestra estaba de duelo porque recién había enviudado, entonces lo llamaron de la dirección y fue amonestado.
Él era un líder natural, ya desde entonces, y así convenció a sus compañeros de manifestar su protesta por un tema que no recuerda, permaneciendo toda la lección con las manos levantadas. Otra regañada. Y en episodios impensables hoy día, también rememora muerto de risa que el castigo del maestro por haberse jalado otra torta, fue enchilarlos a todos. “Pero bueno, todo pasó y la vida siguió”, insiste.
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Ya como alumno del San Luis Gonzaga integró el gobierno estudiantil desde primer año, y en quinto era el presidente del estudiantado. Él y sus amigos tenían muy buenas notas, pero lejos de ser “nerdos”, combinaban el estudio con una de las aficiones que don Guillermo cultivó desde entonces y hasta hoy: tocar la guitarra. Entonces se iban los viernes a dar serenatas a las compañeras, solo que en una de tantas salió el papá de la muchacha y los “conminó” a retirarse, bravísimo porque la familia estaba de duelo por una pérdida reciente.
Algunos de los muchachillos andaban con una botella de ron colorado para “frotarse por dentro” ante las gélidas noches del Cartago de entonces; se les ocurrió sentarse en el cordón de la acera frente al colegio y se pusieron a cantar el himno de la institución a todo galillo, con tan mal tino que el director vivía a pocos metros y se percató del pequeño alboroto. Cuando salió a reprenderlos, unos cuadras más adelante mientras daban una serenata a una compañera, al ponerse de pie los estudiantes la bendita botella salió rodando y se vino una gran amonestación: todos fueron expulsados del colegio bajo la entonces llamada “ley del 8”, de manera que cualquiera que tuviera menos de un ocho en el promedio de cualquier materia, tenía que repetirla. Los muchachos se fajaron, se ayudaron entre ellos, se acostaban tardísimo estudiando en “el aserradero de los Murillo” y salieron bien librados. “Felizmente, todos pasamos la famosa ley del ocho”, que, por lo que dice don Guillermo, era una de las reprimendas más serias de aquella época.
Sin embargo, eran los años 40 de la Segunda Guerra Mundial y de nuevo se vivió incertidumbre y estrecheces en muchos hogares de Costa Rica, y en ese contexto, don Guillermo reflexiona: “Terminó la guerra con el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre seres humanos. Estimo que los años de la guerra y la mencionada situación familiar de mucha austeridad formaron el hábito, no solo en mí, sino que fue generacional, de ser conformes con las estrecheces de la vida, economizar el agua, cerrar las llaves de los tubos del agua para evitar el desperdicio, apagar las luces, no derrochar en nada, como si fuera algo moralmente ilícito. Porque en aquellos años la ropa se remendaba y uno se sentía bien, los zapatos recibían cambios de media suela en tanto el resto aguantara. Y se conformaba uno con lo necesario para vivir sin pretender mayores cosas en vista de que los medios eran realmente muy limitados”, rememora don Guillermo.
Pero bueno, la vida seguía y, tras salir del colegio, empezó a reflexionar qué hacer con su vida. Desde chiquillo él y otros compañeros habían sido muy allegados a la iglesia católica, participaban en los rituales de la misa y ayudaban a preparar a otros monaguillos más jóvenes.
Entonces, amante ya de la filosofía, como era, decidió ingresar al Seminario Mayor, tiempos que recuerda con una felicidad desbordante. “Me tenía que llevar una mesa, una silla, la ropa de dormir, alguna que otra cosilla ¡me encantó el Seminario! Cada hora del día estaba ocupado, me rendía el tiempo para todo: en la mañana tenía mi media hora de meditación, luego la eucaristía, luego el desayuno, estudio, hora de clases, estudio…En su momento, ejercicios espirituales, música… y además las cosas que uno aprendía de latín o griego, que siempre me han encantado”, cuenta con una nostalgia llena de felicidad.
El tema del “orden” que al parecer ha dirigido su vida, al punto de que le ha permitido desempeñarse en incontables puestos –hasta la fecha–, se reforzó en su personalidad durante aquella época en el Seminario Mayor. Era tan buen y entusiasta estudiante que un día, después de una misa pontifical (es cuando la celebra el obispo), Monseñor Víctor Manuel Sanabria los mandó a llamar a él y a otros dos compañeros, Manuel Segura y Víctor Brenes y, mientras se bebía con harta sed un vaso de fresco por aquellos calores que le generaba la indumentaria sacerdotal, apenas tuvo tiempo para cortar la bebida y decirles, con gran ilusión, que habían sido seleccionados para irse a Roma, donde los padres jesuitas, al Colegio Pío Latinoamericano y a recibir lecciones en la Universidad Gregoriana , todo ello en vista del gran entusiasmo y buenas calificaciones que tenían.
Y no fue cuento, solo unos días después, los muchachos y el líder, Monseñor Sanabria, iniciaron un interminable periplo en avión, sin duda, una enorme experiencia para todos: hicieron Costa Rica-Panamá-Curazao-Cuba-Canadá-Inglaterra y Holanda, antes de llegar a Roma. Después de semejante recorrido, recuerda que en aquellos tiempos lo único que pudieron enviar a las familias fue un cable que decía, escuetamente: “Llegamos bien. Avisen familias”. Para entonces, este tipo de comunicaciones eran carísimas y, como expresa el dicho, “no estaba la Magdalena para tafetanes”.
A pesar de la dificultad de recibir lecciones en latín, don Guillermo logró graduarse con una nota de 9. Y entonces, allá en Roma, analizó bien qué sería su futuro y determinó que una vida en sacerdocio no era para él. Decidió entonces regresar a Costa Rica, ya con un Bachillerato en Filosofía y desde entonces se dedicó básicamente a estudiar y a enseñar. Y a luchar y a protestar y a cantar sus verdades, siempre en términos respetuosos, pero consecuente de principio a fin con lo que él cree, es lo correcto.
Y es que, a pesar de que durante los últimos 43 años la labor de Malavassi se ha concentrado en la UACA, desde su fundación en 1976, lo cierto es que su trabajo académico comenzó muchísimo antes en el país, justamente como profesor catedrático de Filosofía en Estudios Generales de la Universidad de Costa Rica (UCR), donde, a lo largo de treinta años, impartió diversas cátedras hasta su jubilación.
También fue Decano Fundador de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional (UNA); cogestor de la Escuela Agronómica de la Región del Trópico Húmedo (EARTH) y bueno, en esa faceta incansable y tan visible, en su comunión con el tema de la educación, era cuestión de tiempo para que el presidente de entonces, don José Joaquín Fernández Trejos, le solicitara ser su Ministro de Educación, puesto que desempeñó entre 1966 y 1969.
Mientras don Guillermo sigue desgranando su interminable paso por las aulas universitarias y ya luego, por puestos oficiales, aunque todo simultáneamente, asombra saber que también fue Director Ejecutivo del Instituto Nacional de Aprendizaje entre 1969 y 1970. No conforme, también se involucró en la educación no formal, pues dirigió una investigación en el ICECÚ (Instituto Centroamericano de Extensión de la Cultura), de la cual surgió una especie de memoria documentada en dos tomos sobre la labor del ICECÚ y su tarea de ilustración a la población campesina y suburbana.
“Lo que ha hecho esa gente es increíble, recibir un millón de cartas, ahí está todo recopilado, en esos dos tomos grandes del librero”, señala don Guillermo con gran satisfacción.
De la UCR a lo que sería la UACA
Recorrer linealmente una vida de 87 años no es tarea fácil, así que don Guillermo abre un gran paréntesis para rememorar sus primeros años de docente y funcionario de la Universidad de Costa Rica que, a su juicio, era una alma máter “casi perfecta” en aquellos años iniciales de la reforma de 1957 , bajo el liderazgo de quien, a todas luces, es una de las personas que más ha admirado durante toda su vida: don Rodrigo Facio Brenes, abogado, docente, economista y político nacional, miembro fundador del Partido Liberación Nacional y considerado una autoridad absoluta como rector de la Universidad de Costa Rica. “Fueron épocas soñadas, en eso, además, empezaron a venir al país aquellas personalidades extranjeras que tanto le dieron a la educación de este país: Constantino Láscaris, Salvador Aguado, Roberto Saumells, Archie Carr, quienes junto con Teodoro Olarte, Rafael Obregón, Arturo Agüero… eran verdaderas eminencias, una constelación de lujo”, rememora con los ojos entrecerrados, como reviviendo aquel tiempo.
Luego, su rostro toma un matiz severo y cita un episodio que, para él, marcó un antes y un después en la calidad de la educación de Costa Rica.
“Me habían llamado para ser amanuense del Secretario de la Academia de la Lengua, don Juan Trejos Quirós, el papá de don José Joaquín Trejos; estábamos en la Sala de Sesiones de la Academia recibiendo con una copa de vino a los académicos conforme iban entrando (allí estaban D. Luis Demetrio Tinoco, D. Arturo Agüero, D. Julián Marchena, D. Hernán G. Peralta…) cuando entró el Académico don Alejandro Aguilar Machado, con su gran voz, era el mejor orador de Costa Rica, y declaró ahí mismo “Vengo desolado: hoy ha renunciado Rodrigo Facio a la cátedra más importante para la juventud de Costa Rica; ha renunciado a la Rectoría de la Universidad”… y con su renuncia se vino un bajonazo universitario, al punto que puede decirse que ya nunca más alcanzó la Universidad aquel momento sublime cuando todo estaba bien, todo era nuevo, todo pintado por fuera y los espíritus muy bien formados por dentro. Aquello fue como un duelo, nunca volvió a alcanzar (la UCR) aquel punto de claridad, el respeto, el orden interno. Ahí algo se acabó”, reflexiona Malavassi con un dejo de pesar.
Y es ahí donde salta el punto de reflexión en el que la educación universitaria pública ya no sería la única opción para los bachilleres.
“A mediados de los 70 se vino un problemón: la universidad pública, la única que existía, la UCR solo tenía capacidad para recibir 800 estudiantes por año; imagínese, entonces los padres de familia y los nuevos bachilleres que por centenares no tenían ingreso a la Universidad y estaban desesperados, se reunían para buscar soluciones y entonces, siendo yo profesor de la UCR levanté la polémica para que se recibiera a más estudiantes, pero algunos colegas de la UCR decían ‘aquí no cabe uno más´; y vea usted lo que son las cosas: ahora, de 800 pasaron a 8.000”, sonríe, antes de continuar con la anécdota.
“Un grupo de padres de familia convocó a D. Luis Demetrio Tinoco, a D. Fabio Fournier, a D. Alberto Di Mare, a mí y creo que a algunas otras personas, en el Colegio Sagrado Corazón, en la California. Allí le lanzó el grupo de padres de familia esta pregunta a los invitados ¿Puede haber Universidad Privada en Cota Rica? Después de deliberar un momento el grupo de invitados contestó: Sí se puede. Pero hay que resolver dos asuntos: primero, qué figura jurídica tendría; segundo, cómo financiarla, porque las universidades son caras. En esos días se aprobó la Ley de Fundaciones y los que se pusieron a trabajar en el asunto de crear una universidad privada dijeron: esta es la figura jurídica adecuada. Se elaboraron los documentos necesarios durante nueve meses de trabajo: se tomó de referencia el modelo de Cambridge de colegios afiliados y se presentó al Registro Público la inscripción de la Fundación: el Registro la rechazó porque en la escritura se hablaba de dieciocho fundadores y según el registrador la ley estableció un ‘Fundador’. Se presentó un recurso y se ganó, con lo cual ya podía inscribirse la fundación, pero en esas idas y venidas del documento, el asunto de que se pensaba crear una universidad privada trascendió y se armó una interminable discusión pública; muchos en contra de que se creara la primera universidad privada de Costa Rica y otros defendíamos a capa y espada ese derecho. Los debates eran interminables…”.
Hasta que hubo, según recuerda, una anécdota que se convirtió en un parteaguas y fue el cimiento de lo que son hoy las universidades privadas en Costa Rica.
“Fíjese que andaba el señor Presidente de entonces, don Daniel Oduber, en una gira por Zarcero. Lo acompañaban varios periodistas, como es costumbre, y en un descanso de Daniel en su gira, sin imaginarse lo que se iba a venir, el periodista le consultó: ‘Señor Presidente ¿qué piensa usted de la creación de una universidad privada?’. Y se ha vuelto don Daniel Oduber y le responde con gran firmeza: ‘Conforme a la constitución, sí puede haberla’. ¡¡¡Bueenooo!!! Aquello fue… diay, ahí se acabó buena parte de la discusión pública; de inmediato nos llamó don Fernando Volio (Ministro de Educación a quien correspondía autorizar su creación) a la oficina y a los ocho días después de estudiar los documentos que tenía preparados el grupo de fundadores, nos dijo que estaba de acuerdo con todo lo que proponíamos, pero que eso sí con dos condiciones: 1° no le pidiéramos plata al gobierno y 2° que hubiera una inspección directa ya fuera del ministro de educación o de su representante, en los cuerpos deliberativos superiores para validar la calidad de lo que más adelante sería la Universidad Autónoma de Costa Rica (UACA). Los representes de la Fundación manifestamos nuestro acuerdo con las dos condiciones.
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“Y así empezamos todos los que creíamos en el proyecto, con un gran esfuerzo y superando un sinfín de trabas y hasta acusaciones. Con el paso de algunos años a mí me llegaron a afectar la salud fuertemente, hasta 10 demandas penales tuve, nunca con consecuencias, todas falsas, pero de momento era muy convulso y muy duro todo, pero ya ve, preferimos ser pobres pero libres que ricos pero sin libertad, vea el problema que están pasando las universidades públicas en este momento”.
Difícil es resumir los andares de don Guillermo Malavassi a partir del momento en que la UACA vio la luz. Una sinopsis bastante atinada la realizó su hijo, Federico Malavassi, con motivo de la oficialización del Campus Los Cipreses, de la UACA, con el hombre de ‘J. Guillermo Malavassi Vargas´.
“Yo no quería que le pusieran mi nombre al Campus y un primer intento lo rechacé, diay, les agradecí mucho su intención, pero vino una nueva petición en ese sentido y la Junta Administrativa la aprobó.
Yo vivo siempre asido a la voluntad de Dios, y siempre que tengo un proyecto o tengo que tomar una decisión, le pido guía al Espíritu Santo y lo que se me indique en la sabiduría divina, así lo cumplo.
Entretanto, su hijo, Federico, resumió: “Habría de ser suficiente (para ofrendarle el honor) ser el Rector fundador de la UACA; ser reelegido una y otra vez hasta alcanzar más de 30 años como su único Rector (en 2019 llegó a los 43 años de servicio), ser el Rector de la primer universidad privada del país, haberse desempeñado en dos intensas oportunidades en el cargo de representante de las Universidades Privadas en el Conesup (Consejo Nacional de la Enseñanza Superior Universitaria Privada), haber sido fiel como ninguno a la Universidad, haber tramitado y diseñado, corregido e impulsado todas las carreras universitarias de la UACA hasta su debida inscripción en el difícil CONESUP (…) Habría de ser suficiente estar al frente de la institución desde el principio, de no haber cedido cuando muchos cedieron, de haber soportado acusaciones y mala voluntad, haber enfrentado juicios y denuncias maliciosas, haber perdido la salud en la tensión que ello ocasiona”, reza parte del manifiesto del hijo, en el que también revela –como se ha dicho en otras biografías--, que don Guillermo tuvo que sacar dinero de su bolsillo para solventar, en algún momento, necesidades personales de estudiantes que a veces no tenían dinero para pagar la comida o el pasaje del bus.
De hecho, mencionarle a Malavassi su faceta de filántropo simplemente no es una opción. Pero es de todos sus familiares y conocidos una verdad absoluta sobre el gran corazón de don Guillermo, quien ha ofrecido becas, apoyo y ayudas no solo a estudiantes, sino a familias en crisis a las que ha prodigado una mano cuando su situación económica lo ha permitido.
Cuando se le consultan estas y otras faenas sobre su esfuerzo para sacar la UACA adelante, don Guillermo sonríe con la evidente satisfacción del deber cumplido.
“A mí me dijo un amigo que yo soy una especie de santo laico, pero qué va, lo que sí le puedo decir es que vivo imbuido en la espiritualidad, en tratar de hacer el bien, hace mucho me desprendí de todo, les dejé sus apartamentos a mis hijos y pues me queda esta casa, que si yo me muero antes que mi esposa, pues es lo que le quedará a ella. A estas alturas, solo quiero tratar de hacer el bien. Y cuando llegue mi momento, morir en mi casa, en mi cama, y que me entierren con sencillez”.
Don Guillermo: muy personal
* Contrajo matrimonio religioso con Idalí Calvo Mesén en 1955. De esa unión nacieron cuatro hijos: Federico Guillermo, Bernardo Alberto, Idalie María y Humberto José. Tiene once nietos y tres biznietos. Enviudó y contrajo segundas nupcias con Lisette Martínez Luna, con quien vive al presente.
* Afirma que en los últimos años ha estado un poco complicado de salud, por problemas en la columna, lo que le ha implicado cirugías, internamientos, dolor y sacrificar una de sus actividades favoritas por décadas: correr al menos seis kilómetros diarios. Sin embargo, dice que ya aprendió a convivir con este tipo de dolencias y se las ingenia para seguir haciendo deporte: ahora nada dos veces a la semana en el Indoor Club.
* Su voz y su narrativa, son hechizantes. Tiene una memoria impresionante y su voz es diáfana y acogedora, casi tanto como sus constantes carcajadas.
* Entre sus “gusticos” está degustar una que otra noche de un Frangélico en las rocas (digestivo), en compañía de su amada esposa, con la que pasa tertuliando a todas horas.
* Aunque dice que “bien bien” solo habla el español, también sabe inglés, francés, italiano y algo de alemán. Pero es un apasionado del latín y lo lee y practica casi a diario.
* Tiene una guitarra desde hace 30 años, en ella desgrana sus recuerdos y su pasión por la música.
* Ve la muerte con respeto, pero también con naturalidad. Cuando cuenta que el año pasado celebró con sus compañeros de generación los 70 años de graduados del colegio, agregó: “vinieron los que pudieron, porque la mayoría están muertos o en cama”. Y se sonríe, profusamente. Eso es lo que hay, parece decir.
* De 10 hermanos, él es el único que vive. Todos han ido falleciendo. También tres sobrinos y otros parientes cercanos. Cuenta que, de chiquillo, tuvo un accidente serio y estuvo a punto de morir. Entonces, escuchó decir a algún pariente que Memo posiblemente moriría pronto. “Siempre he vivido con esa sombra, es decir, de chiquillo creí que no pasaba de la escuela; luego, que no pasaba del colegio, y así. Y vea, ya tengo 87 años. Lo que sí es un hecho es que ya no me morí joven (risas).
* De sus anécdotas de infancia se infiere que, desde muy pequeño, aprendió a ver el “medio vaso lleno”: “Los domingos se practica la hermosa costumbre del cinco del domingo. Mi padre daba a los hijos pequeños una moneda de cinco centavos. Se sentía uno muy bien con ella. Lo que venía luego era la gran decisión dominical: conseguir otro cinco para ir al cine Apolo a ver una película a las 10 de la mañana, de las que llamaban matiné, o comprar una bolsita de gofio de la fábrica Apolo, que valía un cinco, una gran cuña de manjarete de la misma fábrica, que también costaba un cinco. Cualquiera de las decisiones agotaba mi capacidad financiera de niño, pero cualquiera de ellas me llenaba de alegría por el resto del domingo".
* “En los últimos 30 años me ha tocado despedir a muchos parientes, amigos y bienhechores que emprendieron el viaje a la otra vida, de manera que la muerte se hizo amiga muy cercana”.
* Don Guillermo atesora cientos de vivencias, pero recuerda con especial cariño una historia de amor de sus tiempos adolescentes. “Tuve un romance con una hermosa muchacha de San Carlos durante los días de la guerra civil de 1948. Esto terminó cuando fue necesario regresar al cuarto año del San Luis Gonzaga, a continuar estudiando, dando serenatas y conociendo mejor a la gente, pero el tiempo y la dificultad de la comunicación hicieron que se interrumpiera aquella relación que no tuvo nunca una sola nube y ha quedado como permanente reliquia en mi corazón. Setenta años después, mi actual esposa y yo la fuimos a visitar en su retiro en un Asilo de Ancianos en Atenas, conversamos con ella, y yo llevé la guitarra y le canté varias canciones y mi esposa le llevó unas flores... ya ella estaba fregadita pero entendió lo que significó aquella serenata... fue un momento muy especial para todos”.
* “Vivo enamorado de mi esposa, ilusionado, tenemos una vida conjunta lindísima. Todos días la veo y pienso “Dios, me quiero casar con ella” (risas). La cosa es que, gracias a Dios, ya estamos casados. La amo con todo mi corazón, y mis hijos, nietos y bisnietos… yo creo que la quieren más que a mí!”