Menos de la mitad de la población mundial (un 49,4 %) vive en algún tipo de democracia, pero la que disfruta de su condición «plena» apenas llega al 8,4 %.
Así lo revela el índice de democracia 2020, divulgado hace pocos días por la Unidad de Investigación de The Economist (EIU, por sus siglas en inglés) asociada a la revista británica del mismo nombre. A estos preocupantes datos, añade otros que también lo son.
Sin embargo, junto con tan mala noticia global, hay una nacional excelente y reiterada: Costa Rica es una de las 23 «democracias plenas» identificadas entre los 165 Estados y dos territorios independientes incluidos en la medición.
Con 8,16 puntos de 10 máximos, ocupamos el décimo noveno lugar internacional y el tercero de América Latina, donde nos superan Uruguay y Chile. Mejor aún, en la dimensión de «libertades civiles», una de las analizadas para calcular la calificación promedio, estamos entre los seis mejores del mundo, con el mismo puntaje que Australia, Irlanda, Nueva Zelanda, Taiwán y Uruguay: 9,71.
El resultado no asombra: durante 10 de los 13 años en que la EIU ha realizado el estudio, la nota nacional ha superado el mínimo de 8 necesario para la condición «plena»; solo estuvo por debajo, aunque marginalmente, entre el 2015 y el 2017. Pero es notable que en el 2020 alcanzáramos nuestro nivel más alto, a pesar de un deterioro democrático generalizado.
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Retrocesos globales. El promedio internacional del índice alcanzó ahora su nivel más bajo: 5,37, contra 5,44 en el 2019. En América Latina, se redujo 0,04 puntos, el quinto año consecutivo de descenso. Además, 116 Estados sufrieron caídas en su nota. Entre los casos más relevantes de nuestro hemisferio están Estados Unidos, El Salvador y Venezuela.
El principal origen común de los retrocesos reportados es el manejo de la pandemia de la covid-19. En el marco de sus instituciones democráticas, y con distintas intensidades, varios países impulsaron el distanciamiento físico, impusieron cuarentenas, cerraron fronteras, controlaron la movilidad, acudieron a confinamientos y generaron aplicaciones para la trazabilidad individual de los contagios. Las medidas fueron necesarias para proteger vidas, y han gozado de amplia aceptación ciudadana, pero objetivamente redujeron ámbitos de libertad.
Además, gobiernos autoritarios o claramente dictatoriales aprovecharon la emergencia para generar o reforzar controles arbitrarios. La tomaron como excusa para suspender libertades civiles, saltar sobre los ámbitos de acción parlamentaria, interferir en decisiones judiciales, imponer encierros draconianos, prohibir manifestaciones públicas o alimentar la corrupción
El informe destaca, como crítico, el caso de El Salvador, donde el presidente, Nayib Bukele, concentró excesivo poder, realizó turbias contrataciones y la emprendió contra los medios de comunicación independientes. Por esto, «ningún otro país en América Latina se movió más hacia el autoritarismo» en el período considerado, dice el texto.
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Metodología robusta. Medir la democracia es una tarea muy compleja, en la cual los criterios de los analistas, al diseñar y aplicar sus instrumentos, tienen notable incidencia. En el caso de la EIU, el modelo es sumamente robusto, por su integralidad, las fuentes de que se nutre y el uso de variables estables a lo largo del tiempo, lo cual da sentido a las comparaciones.
La medición se basa en 60 indicadores, medidos en una escala de 0 a 10 y agrupados en cinco categorías: procesos electorales y pluralismo, libertades civiles, funcionamiento del gobierno, participación política y cultura política. Es decir, no solo toma en cuenta, como otros métodos, los derechos de que disfrutan las personas, sino la capacidad institucional, el compromiso ciudadano y los valores enraizados en las sociedades.
La evaluación se basa tanto en el criterio de expertos como en encuestas sobre percepciones políticas. A partir de lo anterior, los Estados y territorios se clasifican en cuatro categorías:
1. Democracias plenas, como la nuestra. Son aquellas en las que, además de respetarse los derechos, incluida una activa libertad de expresión, existe una base de convicciones compartidas alrededor del sistema político y el desempeño institucional, que inciden en la solidez democrática. Esta categoría la encabeza Noruega, con 9,81 puntos.
2. Democracias imperfectas (mi traducción para flawed democracies). Al igual que en las otras, en ellas se respetan los derechos y existen elecciones libres y justas; sin embargo, padecen debilidades en otros aspectos, como gobernanza y participación ciudadana.
Entre los 52 países que componen esta categoría, están, quizá para sorpresa de muchos, Francia y Portugal (previamente «democracias plenas»), Estados Unidos, Israel e Italia, además de varios en América Latina, como Argentina, Brasil, Colombia, Perú y México.
3. Regímenes híbridos. Son aquellos en que se presentan irregularidades y problemas, incluida la corrupción; que limitan severamente la transparencia, la libertad de expresión, la independencia judicial y la gobernanza. Sin embargo aún disfrutan elecciones (aunque imperfectas) y otras formas democráticas. Entre sus 35 integrantes están El Salvador (antes «imperfecto»), Guatemala y Honduras.
4. Regímenes autoritarios. Es decir, dictaduras o autocracias de distintas índole y grados, pero todas con serias limitaciones a las libertades públicas, los derechos democráticos y la transparencia, que apelan con frecuencia a la arbitrariedad y la represión. Nicaragua, al igual que Cuba y Venezuela, forman parte de este grupo. El último puesto lo tiene Corea del Norte.
Nosotros y los otros. Como parte del primer grupo, Costa Rica se destaca no solo en libertades civiles, sino también en procesos electorales y pluralismo, con 9,58 de nota, la mejor después de otros diez países e igual a la de Alemania, Austria, Canadá, Chile, España, Holanda, el Reino Unido, Suecia y Suiza.
En cambio, caemos drásticamente en el funcionamiento del gobierno: con apenas 6,79, la peor calificación entre las 23 «democracias plenas». En participación política solo llegamos a 7,22 y en cultura política a 7,50.
De la primera mala nota podemos concluir que tenemos serias debilidades en el desempeño institucional, tema más relacionado con el diseño y operación del Estado que con el marco de garantías democráticas. En cuanto a las otras dos, reflejan falencias ligadas a actitudes, valores y decisiones ciudadanas; es decir, revelan desafíos sociales, educativos y organizacionales; también, problemas de interacción entre los operadores políticos y sus públicos.
Vale la pena examinar estos resultados a la par de los que arrojan otras valoraciones globales que incluyen a nuestro país, generalmente muy favorables, aunque también con puntos grises.
En el 2020 tuvimos el segundo mejor nivel de América Latina en el índice de progreso social, que elabora un consorcio de instituciones internacionales, del cual forma parte el Incae. En el de desarrollo humano, de las Naciones Unidas, nos ubicamos en el lugar 62 entre 189 países, pero saltamos al 25 si se toma en cuenta la dimensión ambiental.
Reporteros sin Fronteras nos calificó como el país con mayor libertad de expresión en América Latina, y subimos tres lugares en la clasificación mundial con respecto al 2019.
En el índice de felicidad y bienestar, que calculan tres universidades internacionales, con apoyo de las Naciones Unidas, estamos en el puesto 15 entre 153 países; en el de competitividad, del Foro Económico Mundial, en el 60 entre 141; y en el de «transformación», patrocinado por la fundación alemana Bertelsmann, que analiza capacidades políticas, económicas e institucionales de 137 países en transición, tenemos el lugar número 11.
No importa cómo otros nos vean, debemos mantener los más altos grados de aspiración como país; es decir, medirnos contra nuestros mayores ideales, como acicate para avanzar.
Sin embargo, este ejercicio debe balancearse con los datos y comparaciones mundiales, que nos muestran cómo anda la realidad y cuál es nuestro lugar en ella. El índice de democracia 2020 es un claro reflejo de que, comparados con otros, en democracia lo estamos haciendo muy bien. Y aunque la tarea de mejorarla no cesa, nunca debemos descuidar la de protegerla y fortalecerla.
El autor es periodista y analista.