Existe una cosa que se llama la opinión pública. Es una nefasta, perjudicial, extremadamente limitante y asfixiante preocupación moderna, en particular, por supuesto, para aquellos que tengan así no fuese más que un poquitín de presencia mediática.
Un monstruo que los obsesiona, desvela, neurotiza, les quita toda posibilidad de sueño y reposo. Stricto sensu, se trata de una patología colectiva, una enfermedad social.
Hay gente que vive, literalmente, para proteger su imagen pública. Los atormenta el qué dirán, el juicio de los extraños o incluso de los amigos o colegas. Viven hacia fuera, carecen de introspección y presumen que solo existen en la mirada de los demás; ni más ni menos que la definición sartreana del infierno (A puerta cerrada).
Pobres seres, pobres, pobres… no me inspiran otra cosa que compasión y tristeza. Son esclavos de esa imagen que de sí mismos han esculpido y usado como «fachada de exportación» ante los demás, la máscara (Jung) que confeccionaron durante años para ir al gran baile de disfraces de la sociedad (Un ballo in maschera, habría dicho Verdi).
En realidad, se trata de una enfermedad de viejo cuño. Es lo que más irrita y preocupa a Karenin, al enterarse de la inocultable pasión que en su esposa Anna suscitaba el joven y galante Vronsky.
En la lista de reproches que le formula, figura, en primerísimo lugar, el daño que el affaire le está causando a su «imagen pública». Luego invoca varias otras razones, sinceras y atendibles, pero lo primero que menciona es el estrago infligido a su «imagen pública».
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¿Amaba Alekséi Aleksándrovich Karenin a su esposa Anna Arkadyevna Karénina? Posiblemente. A su burocrática, oficinesca, gélida y tiesa manera, supongo. Y no lo juzgo. Cada quien da lo que puede. Del hecho de que no se sienta uno amado de la forma específica en que quiere ser amado, no se desprende que la otra persona no esté amando con todo su corazón.
Sucede simplemente que hay corazones arrugados como bananos pasa, chiquitillos cual ciruelas deshidratadas e incapaces de latir si no es a ritmo monocorde y mecánico de metrónomo. Lo trágico del asunto es que para reivindicar socialmente su imagen patriarcal y limpiar su nombre ante el ominoso tribunal de la «opinión pública», le quita a la madre la autoridad parental sobre su hijo Sergéi y condena a una socialmente señalada y repudiada Anna al suicidio.
Horrenda pesadilla. ¡Tantos horrores, injusticias y atrocidades han sido cometidos en el mundo en nombre de ese funesto fantasma: la «opinión pública»! ¡Tanto innecesario sufrimiento! ¡Y cuánto poder se les da a los demás cuando elegimos no existir si no es en su mirada! A propósito de mascaradas, es imposible no citar a Machado: «Al hombre público, muy especialmente al político, hay que exigirle que posea las virtudes públicas, todas las cuales se resumen en una: fidelidad a la propia máscara. Un hombre público que queda mal en público es mucho peor que una mujer pública que no queda bien en privado».
¿Puede concebirse pesadilla más horrenda? ¡Deberse uno a un público! ¡Pertenecer a él! ¡Ser su esclavo, su bufón, su prostituta, su entertainer a tiempo completo! ¡Y pensar que hay gente que se describe a sí misma ufanamente como «figura pública»! Aún más, que lo asumen como «profesión». ¿Dónde se estudia esta peculiarísima ciencia? ¿Y cómo se llama? ¿Será por ventura «figuración pública»? Evoco a un amigo que, en el velorio de su madre, instaba una y otra vez a sus amigos a que publicaran esquelas de condolencias con tal de que su nombre figurara en ellas… Aun la muerte del ser que le era más querido se convertía, en su aberrada mente, en un ejercicio de figuración pública. Recuerdo haber experimentado asco, horror; una verdadera cátedra de vesania y delirio.
Ser «figura pública» implica vivir en las apestosas bocas de mil maledicentes y envidiosos, ser mal leído, mal interpretado, dejarse sobajear, toquetear, profanar una y otra vez. La «figura pública» le ha abierto el sancta sanctorum de su alma a los bárbaros, los vitrales de la Sainte-Chapelle a los apedreadores, todo cuanto en ella podía haber de sagrado está ahora en manos de rufianes y calumniadores.
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Orden social. Vivimos en una sociedad que nos ordena «figurar», ¿no es cierto? Los top models, los influencers, los millennials, los geeks, los formadores de opinión, los personajes de farándula, los héroes deportivos, los diputados, los ministros, los actores de pasarela… Todos bailan al son de los mismos tambores ideológicos; no son personas; son una tribu.
El diktat social es «figure o la comunidad lo declarará inexistente, civilmente muerto o, peor aún, nonato». Esto genera inmensas dosis de ansiedad, especialmente en la gente joven. Los que viven de su imagen, pues esos ya están podridos y no hay nada que con ellos podamos hacer, ¡pero ver a tanta gente joven que únicamente aspira a vivir esos 15 minutos de celebridad a los que, según Andy Warhol, todos tendremos derecho un día!
Es un severo morbo social, una pandemia psíquica que no ha sido estudiada con el rigor que amerita. Y el que no figura es declarado un loser. La sociedad del espectáculo (Debord) ha desarrollado la ciencia de la mediametría para cuantificar el impacto mediático de las personas, y aquellas que tienden a captar mayor audiencia son declaradas audimateuses, execrable epíteto francés que significa algo así como audienciosas. Perverso, retorcido, enfermo mundo.
El ser humano en vitrina. El ser humano mercancía. Es cosa que Orwell y Huxley vieron venir en sus respectivas distopías 1984 y Un mundo feliz. Oswald Spengler también lo vislumbró en El declive de Occidente, de 1918, y, de manera notoria, Guy Debord en La sociedad del espectáculo, de 1967. En ese libro Debord afirma: «La vida ya no se vive, más bien se representa y el consumidor real se convierte en consumidor de ilusiones». El mundo es un escenario, todos estamos en representación y debemos usar convincentemente nuestras máscaras.
Somos habitantes del theatrum mundi. El público está ahí para ovacionarnos o abuchearnos. Vargas Llosa se apoya en su predecesor francés y en otros notables pensadores para elaborar un diagnóstico del tipo de sociedad-infierno que hemos creado, en La civilización del espectáculo, del 2012.
En lo esencial, la figura pública y la desesperada necesidad de figuración que las redes sociales están exponiendo como enfermedad colectiva es el resultado inevitable del modelo mercantil que permea absolutamente todas las esferas de la cultura, ese modelo que representa el ápex del anarcocapitalismo y que Marx y Marcuse también anunciaron en su momento.
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Uróboros. Simplificando para efectos pedagógicos, l’état de la question (Sartre) es el siguiente. La sociedad anarcocapitalista e hiperconsumista habiendo mercantilizado absolutamente todo (incluidos los valores, la religión, la iglesia, la fe, el pensamiento, la filosofía, el arte, la ideología, todo lo que es tangible e imponderable en la cultura) adviene un fenómeno macabro: la serpiente que se muerde la cola y se autodeglute, el escorpión que con un pinchazo de su aguijón se inocula su letal veneno.
La sociedad, en su furor consumista, comienza a engullirse a sí misma, a autofagocitarse, a autocanibalizarse. Ese es al espectacularismo moderno y la «figura pública» su más clásica excrecencia. La sociedad comienza a ofrecerse a sí misma more spectaculum. No solo vende lo que es vendible, también lo privado, lo íntimo (la aberración del Big Brother, temible figura panóptica de la que ya nos habla Orwell en su distopía 1984).
Vende sus propias entrañas, sus vísceras, su sangre, sus humores, su linfa, su bilis, su jugo pancreático, sus tripas… todo está en venta y todo se presenta en forma espectacular. Y ahí está ese monstruo que es la «opinión pública», amorfa, anónima, acéfala masa, que califica nuestras ofrendas al culto del Dios Mercado.
Esa es, amigos, la situación. Ignoro en qué degenerará. Ignoro qué clase de ser humano surgirá de ella. Recuerdo con tremor la reflexión de Ortega y Gasset: «Un tigre jamás podrá destigrizarse. Pero el ser humano corre peligro constante de deshumanizarse».
El autor es pianista y escritor.