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El teatro sigue a la gente a donde vaya. Como con la mayoría de información que tenemos de Shakespeare, quizá nunca sepamos los pormenores de la historia de <em>Hamlet</em> ni de ninguna de sus obras. Solo podemos especular sobre las trayectorias que han trazado a lo largo de cuatro siglos desde la muerte de su autor –de quien tampoco conocemos lo suficiente para perfilarlo con nitidez–. Lo que sabemos con certeza es que hoy están en todas partes.


Pasados tantos años, tantos montajes y tantos estudios, ¿cómo afrontar una puesta de escena de Shakespeare? Para los teatreros en Costa Rica, las respuesta son fáciles de elaborar: todo está en los textos, allí está lo significativo, lo que hay que estudiar, a lo que hay que “entrarle con el alma”, la profundidad, la frescura, la posibilidad de decir algo más...


El siglo XIX se enamoró de Shakespeare. No hay otra forma de decirlo. Se enamoró, además, perdidamente (o “encontradamente”, sería más propio decir). Por muchas razones que pueden ser resumidas de esta manera: los compositores decimonónicos encontraron en Shakespeare la expresión de las más extremosas pasiones (amor, odio, culpa, ira, ambición, sed de justicia, celos, embriaguez de vida, embriaguez de muerte, ansia de venganza), todas formuladas con una intensidad exorbitada, pero encapsuladas en las celdas de máxima seguridad de las palabras, en un discurso exquisitamente sofisticado