E l siglo XIX se enamoró de Shakespeare. No hay otra forma de decirlo. Se enamoró, además, perdidamente (o “encontradamente”, sería más propio decir). Por muchas razones que pueden ser resumidas de esta manera: los compositores decimonónicos encontraron en Shakespeare la expresión de las más extremosas pasiones (amor, odio, culpa, ira, ambición, sed de justicia, celos, embriaguez de vida, embriaguez de muerte, ansia de venganza); todas, formuladas con una intensidad exorbitada, pero encapsuladas en las celdas de máxima seguridad de las palabras, en un discurso exquisitamente sofisticado.
Shakespeare es como un zoológico del alma: lo habitan los más feroces depredadores, pero todos están tras rejas: podemos recorrerlo seguramente, y lo que es más importante, derivando enorme gozo estético de él.
Para no ir más lejos, les contaré que Liszt recitaba de memoria Romeo y Julieta , y Antonio y Cleopatra . Lo maravillaba el hecho de que Shakespeare fuese capaz de recrear el más puro amor adolescente por una parte, y el amor salvaje, telúrico, canibalístico, por otra (y quienes conocen la biografía del célebre maestro saben que vivió ambos con inusitado fervor).
Mendelssohn
En 1826, a los diecisiete años, Félix Mendelssohn escribe la Obertura para Sueño de una noche de verano , una de las más populares comedias shakespearianas. Dieciséis años después compone, con igual donaire, los restantes números de lo que sería su magnífica música incidental (música compuesta para la representación de una obra teatral: mutatis mutandis , lo que hoy en día es la música cinematográfica). A los diecisiete años, Mozart, el niño prodigio por antonomasia, no había compuesto nada tan perfecto, tan cincelado y magistral como esta obertura.
La pieza comienza con un “érase una vez” que pareciese venir del país de los sueños: cuatro discretos acordes de las maderas preparan la entrada de los violines. ¡Qué sutileza en los trazos, qué música aérea, alada: una filigrana en el límite del silencio! Es la música de las libélulas, de las hadas que tan determinante papel tendrán en la comedia de Shakespeare. También tenemos música solemne y ceremonial para los atenienses, y pasajes más bien rústicos para los artesanos, con un destello de genio humorístico: un salto descendente de los violines imita el relincho del asno (recordemos que Puck le pone a Bottom una cabeza de burro).
Bajo el régimen nazi, Carl Orff compuso una nueva musicalización del Sueño de una noche de verano , por orden expresa de Hitler: era imperativo que la música del maestro judío no se oyese más en territorio alemán. Y en 1958, el inglés Britten honró la obra de Shakespeare con una ópera. Bella pieza, pero me temo que Mendelssohn se robó la esencia preciosa de la comedia, y nadie ha podido traducirla a música como él.
Chaikóvski
Siempre podemos contar con Chaikóvski para los paroxismos emocionales, los personajes en conflicto y los amores prohibidos. Y es así como en 1888 compone una obertura para Hamlet . Siguiendo idéntico itinerario que Mendelssohn, años más tarde añadió los demás números para la música incidental que acompañaría su representación.
Chaikóvski se desangró leyendo Hamlet (y procesó el impacto componiendo su bellísima, pero poco conocida música para el regicidio de Elsinor). Hamlet se le metió a Chaikóvski en las venas: al crear musicalmente al príncipe de Dinamarca, dio voz a los más hondos, oscuros clamores de su ser. La Obertura es en realidad un poema sinfónico (música programática) tan descriptivo como puede serlo su Obertura 1812 . Escuchamos un leitmotiv “del destino”, un tema interrogativo que representa la duda hamletiana, el escalofriante golpe de gong, los trémolos de la cuerda y el motivo del trombón que recrean la aparición del fantasma –el padre del protagonista–, y lo que no podía faltar: un soberbio tema de amor, que en nada va a la zaga de la conocida melodía análoga en Romeo y Julieta (también una obertura-poema sinfónico).
Además de identificarse desde el epicentro de su ser con Hamlet (su faceta edípica, su alma de intelectual y pensador, su una y otra vez abortado impulso hacia la acción), Chaikóvski le puso música a La tempestad y Romeo y Julieta , siempre proponiendo esa forma en que se movía tan a gusto: la obertura programática.
Chaikóvski vivió su homosexualidad, en plena Rusia imperial, como una tragedia personal, un secreto sordo y doloroso. Sus temas de amor –Hamlet y Ofelia, en este caso– no son felices. Hay en ellos urgencia, fuego, pasión… pero desembocan en marchas fúnebres, con redoble de timbales y sombrías cavilaciones de los cornos. Para nuestro compositor el amor fue, esencialmente, una trágica, crudelísima prohibición.
Berlioz
El divinamente excesivo Berlioz no podía abstenerse de depositar a los pies de los endecasílabos shakespearianos la ofrenda de su música.
El compositor asistió en 1827 a una representación de Romeo y Julieta en el Teatro Odeón de París. Nunca sabremos si se enamoró de la actriz principal –la irlandesa Harriet Smithson– o de sus personajes (Julieta y Ofelia). Acaso importe poco. El hecho es que le dedicó la Sinfonía fantástica y veo difícil cómo nadie podría resistir a la seducción de semejante música. La dedicatoria funcionó: en 1833 Berlioz desposaba a su Ofelia-Julieta-Harriet.
Para Romeo y Julieta , el compositor creó la que, en el sentir de muchos, es su más bella música: un híbrido formal que podría pasar por oratorio, cantata, sinfonía programática y, por momentos, ópera. Berlioz la llamó Sinfonía dramática . Es un maravilloso fresco sinfónico de dos horas de duración, con voces solistas, coro y esa orquesta berlioziana, que es un verdadero cuerno de la abundancia.
Berlioz nos invita a la fiesta en casa de los Capuletos, recrea el odio familiar y la sangrienta coreografía de las espadas, nos regala la más poética escena en el balcón jamás escrita, un adusto tema que representa a fray Lorenzo, el vuelo inmaterial de la reina Mab (un hada que trae el sueño a los enamorados: prodigio de orquestación, donde Berlioz borda las sonoridades más irisadas y mágicas que quepa imaginar), y nos introduce en la cripta donde mueren, en el más trágicamente evitable de los desenlaces, los amantes. Una obra inmensa, de un artista que optó por vivir su vida como un personaje shakespeariano.
Sí: Shakespeare y el siglo XIX se fecundaron recíprocamente. El Bardo irrigó la imaginación, ya delirante, de muchos grandes compositores, y ellos, por su parte, le regalaron al mundo esa chispa milagrosa que se enciende cuando aúnan fuerzas la bella poesía y la bella música.