Andrey Rojas Fernández vociferó tantas cosas aquella inolvidable tarde brasileña que, un año más tarde, le es imposible recordar qué era exactamente lo que gritaba cuando una cámara captó su llanto de emoción y se lo compartió al mundo entero.
Pudo haber sido cualquier frase de aliento, o más bien una explosiva exclamación repleta de éxtasis. Ya da igual. El niño de 10 años no podía creer lo que sus ojos aguados estaban viendo: un cabezazo imparable de Óscar Duarte se hundía en el fondo de las redes defendidas por Fernando Muslera.
La aguerrida Costa Rica le ganaba dos a uno a la intimidante Uruguay, remontando una derrota temporal y aprestándose a clavar un golazo más.
Entre la cautiva afición vestida de rojo, el rostro de aquel niño se convirtió en el símbolo vivo de la euforia, mientras Costa Rica daba el primer paso de una inesperada proeza mundialista.
“Antes del partido, los uruguayos decían que nos iba a ir muy mal. Desde antes toda la gente decía que no íbamos a ganar nada. Los dejamos callados; por eso yo estaba tan contento”, dice Andrey con una sonrisa imborrable.
Narra los recuerdos de hace un año en la sala de su casa, mientras sus pies patean un balón oficial de la Champions y corre por la sala vestido de Keylor Navas en su versión Real Madrid. Aquel, el mismo portero y héroe que Andrey vio en vivo y a todo color en Brasil, en los tres partidos de la fase de grupos.
Al arquero y a otros seleccionados ya los había conocido personalmente en el viaje que hizo junto a su padre a Jamaica, en uno de los cuatro encuentros que disfrutó durante las eliminatorias con miras al mundial 2014.
Aquella vez, sin planearlo, el fanático y su progenitor volaron en el mismo avión, se instalaron en el mismo hotel y durmieron en el mismo piso que la tricolor. Desde entonces, Andrey hacía un sueño realidad.
Los pasajes para Brasil, ya estaban comprados.
El día de la entrevista, el niño recién llegaba de la escuela, precisamente el día en que llevó al aula los objetos que metería en una cápsula del tiempo, la bola color amarillo fosforescente de la Champions estaba incluida.
Sin embargo, sin tener que recurrir a la cápsula de lo imposible, el niño es capaz de revivir con facilidad la euforia de aquel junio maravilloso, aquel junio irrepetible.
“Creo que el partido contra Uruguay fue el que más me gustó porque fue en el que metimos más goles”, dice el niño, con respecto al cotejo que lo hizo famoso.
Su madre, Jennifer, estaba en una reunión al momento del partido, pero cuando salió de la cita, su teléfono estaba saturado con imágenes de su hijo en el estadio Castelão, en Fortaleza, llorando de ilusión, sin la intención de contenerla.
“Creo que está diciendo ‘Sí se puede’”, supone ella, quien describe a Andrey como un chiquito que “come y respira fútbol”.
“Y también tomo y sudo fútbol”, complementa él, acostumbrado a levantarse por las mañanas a sintonizar ESPN y Fox Sports en el televisor, a jugar FIFA 2015 por las tardes y a mejenguear sin diferenciar los zapatos de los tenis y los tacos.
Emotividad
Andrey siempre ha tenido la voz ronqueta, lo suficiente como para no identificar si los 90 minutos de cánticos y alaridos de emoción en el partido ante Uruguay hicieron mella en su garganta.
Lo que es cierto es que, esa tarde, su rostro pintado de tres colores tocó fibras sensibles en la señal transmitida por FIFA.
A la lluvia de mensajes de texto enviados a la mamá se sumaron las alertas al papá de Andrey, en Fortaleza, los que advertían que su hijo era mundialmente famoso.
En Costa Rica, una prima lo primero que pensó al ver a al niño lloroso en la pantalla fue que, al volver a Costa Rica, lo molestarían en la escuela y lo llamarían “llorón”.
Aquello no pasó, ni por asomo. A Andrey lo esperaban carteles hechos por sus compañeros. Su madre guardó cada recorte de prensa en el que hablaban del niño de las lágrimas de alegría.
Su cuenta de Facebook se llenó de solicitudes de amistad de desconocidos tocados por la emotividad del video de escasos segundos en los que la esperanza y la euforia se confabulaban en una sola cara infantil. No aceptó a ninguno de los extraños.
“Me felicitaban y ni sé por qué”, dice Rojas, estudiante de quinto grado acostumbrado a los promedios académicos superiores a 95.
Un año después, el fan de Saprissa y del Madrid es el mismo de siempre, pero ya no admira a Casillas, como antes, ahora prefiere a Keylor y a cualquier otro de los jugadores que vio en el Castelão a través de su inolvidable catarata de lágrimas.