La bailarina Estelle Zaghloul, el fotógrafo José Cordero y yo estamos sentados alrededor de una mesita en el restaurante Lubnan (palabra que en árabe significa Líbano); a nuestras espaldas, una retahíla de recortes de periódicos sobre este restaurante libanés y un par de banderas del país verde de Oriente abrazan a quienes se disponen a comer algún platillo de esta cultura.
La manera circular en que nos hemos sentado para conversar le recuerda a ella sus tiempos de infancia en su natal Líbano, donde pasó la mitad de su vida.
“Estando así, en círculo, fue como conocí la danza oriental", recuerda. "Cuando era muy pequeña me reunía con mi mamá, con mi tía, con las mujeres de mi familia en un círculo. Mi mamá le daba play a la radio y comenzábamos a bailar lo que nos naciera, viéndonos una a la otra como si fuéramos un espejo. Era como entrar en un círculo sagrado porque cuando nos movemos todas juntas nos sanamos; es como ir a un grupo de terapia, pero sin hablar”.
El círculo es una figura importante en la vida de Estelle. Más allá de ser una analogía con los ciclos de la vida, es la forma de Estelle para reunir personas –en especial mujeres– y así conseguir una forma de rehabilitación por medio del movimiento.
Hace tan solo una semana, con miras a fechar esta entrevista, Estelle no podía hablar por teléfono pues se encontraba en una gira fuera de San José para llevar la danza oriental a distintas comunidades.
Ella asegura que todas las personas con quienes ha compartido este arte afirman sentir alivio y conexión después del baile.
“Uno nada más pone la canción y, en vez de dar comandos como meter abdomen y sacar pecho, nos dejamos llevar por la melodía. Cuando me doy cuenta, todas estamos danzando. Esto es porque la danza oriental no se aprende; se recuerda. Es algo demasiado antiguo, desde que nuestros pasados se reunían en un círculo alrededor del fuego y se sentían bien. Es lo mismo”, precisa.
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La migración
Estelle se crió en el Líbano hasta los 16 años. Creció junto a su madre y padre –ambos músicos de oficio–, dos hermanas y un hermano.
Con la represión provocada por el machismo y la crisis política que podía derivar en conflictos armados, Estelle creció en medio de una confusión que era alivianada por el baile.
Ella cuenta que, después de la primera menstruación, las mujeres de su familia no podían bailar frente a los hombres, así que las horas de baile solo entre mujeres eran zona segura para desahogarse pues, después de danzar, permanecían un tiempo juntas para compartir lo que habían sentido.
“Estábamos tan conectadas que todas hablábamos de algo similar. Hoy siento lo mismo con las alumnas que tenemos. Estos movimientos quedan en el ADN de la evolución. Al bailar descalza, me conecto con la tierra y muevo mi corazón. Esto crea un espacio tranquilo para nosotras”.
Una vez que la crisis social de Líbano resultó insostenible para su padre y madre, la familia Zaghloul decidió migrar. Nunca habían salido del país y ahora el viaje sería largo: tres días de periplo hasta llegar a Costa Rica, tierra absolutamente desconocida, tanto en lo geográfico como en lo cultural.
“Ahora me siento muy dichosa de que nos viniéramos para acá, pero tuve una depresión muy grande cuando llegamos aquí. Yo era una adolescente y sabía que, si quería regresar a mi casa, no era que pudiera volver caminando. Era una despedida que parecía rotunda, sin vuelta atrás. Yo lo que digo es que la danza me sanó de la depresión”, confiesa.
Los primeros días de la familia Zaghloul en Costa Rica aún no se olvidan. Estelle confiesa que toparse con un verdor intenso, pájaros de colores y playas con olas agitadas les provocó terror.
“Dicen que el Líbano es el país verde, pero en comparación con Costa Rica ni se acerca. Yo siempre cuento que llevábamos apenas un mes acá y nos llevaron a Santa Teresa. En ese tiempo había un montón de cangrejos por la calle y mientras pasaba el carro se escuchaba cómo les pasábamos por encima. ¡El trauma! Luego vimos estos árboles tan grandes juntos… ¡En el Líbano hay distancia entre los árboles”, cuenta entre risas. “Y ver tanto animal, tanta flora… Fue tanto el trauma que al día siguiente nos regresamos a San José”.
Una vez instalada en la ciudad, Estelle entró al Liceo Franco Costarricense por una sencilla razón: no hablaba ni una letra de español, pero sí de francés.
Para una actividad cultural del colegio, Estelle se encontraba bailando danza oriental en un salón y una de las profesoras del liceo quedó asombrada al verla girar. Esta maestra tenía una academia de baile y le rogó a Estelle que impartiera un taller de danza oriental en sus salones.
“Yo llegué donde las chicas; me hacían preguntas y yo no podía responderles porque no hablaba español, pero la danza logró conectarnos y no hicieron falta las palabras para que fuera algo emotivo, algo lindo. No fue a través de la palabra; fue por el movimiento”, dice.
Así fue como Estelle se convenció de que quería ser bailarina por el resto de sus días. A su padre, en especial, le costó asimilar sus intenciones, a pesar de que la raíz artística estaba sembrada en la familia.
“Yo pienso que él se decía como: ‘¿nos fuimos al otro lado del mundo para que mi hija se convierta en bailarina de danza oriental?’ Luego, yo entendí que también él se preocupaba de que yo me expusiera al público con mi cuerpo”, reflexiona Estelle.
La bailarina no cree que la preocupación de su padre haya sido en vano. Al comienzo, los seis integrantes de la familia Zaghloul fundaron Arábica, grupo de danza que pretendía llevar “un pedacito del Líbano que tanto extrañábamos” a restaurantes y cafés.
“La gente aún no entendía que era la danza oriental. Aquí (en Costa Rica) no había llegado hasta que vinimos nosotros. En los espectáculos, algunos solo iban a ver los cuerpos y gritaban cosas… Fue difícil. Fue hasta el 2003, cuando presenté mi primer espectáculo llamado Rebeldía apasionada, cuando papi vio que lo que estaba haciendo era expresar algo, no exponer mi cuerpo. Así entendió todo”.
Para finales de los años 90, con el auge de las caderas de Shakira y la popularidad de la telenovela El Clon, Estelle se enteró de que los costarricenses comenzaron a interesarse en lo que provenía desde tierras tan lejanas, en sus formas de expresión y en cómo asumían la danza.
De no ser por ese interés, Estelle duda haber logrado tanto: fundar el Centro Cultural Libanés Ámar, crear el Festival Internacional de las Artes Árabes, ser la primera bailarina de belly dance en presentarse en el Teatro Nacional de Costa Rica y en el Teatro Nacional Rubén Darío de Nicaragua, así como convertirse en un ícono de empoderamiento femenino nacido al otro lado del mundo.
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La decisión
Con su familia absolutamente convencida de su talento, una mañana, Estelle recibió la llamada de su madre de camino a Puerto Viejo, en el caribe costarricense.
“Acaba de salir la oportunidad perfecta para que vuelvas a Líbano”, le dijo su progenitora. ¿Cómo podía ser eso posible?
En el 2007, Líbano hospedó la competencia Hezzi ya nawaem: World Belly dance Championship, campeonato que se llevó a cabo en Beirut. Con la emoción de regresar a su tierra natal y ver a parientes que hacía un lustro no veía, la bailarina decidió hacer el largo viaje de regreso a casa.
El concurso era una especie de reality en que las participantes debían enfrentarse en el característico tono melodramático de estos programas.
“Pero justamente como la danza no está hecha para separarnos, no les sirvió. Ellos (la producción) querían que nosotros nos peleáramos, que hubiera rencillas, pero cuando estás en esto es imposible. Más bien nosotras nos escapábamos en las noches para ayudarnos con las coreografías entre nosotras”, rememora.
Según recuerda, a ninguna de las cuatro finalistas les interesaba ganar. Les “resultaba igual”, pues el compañerismo las dejó sin ansias de sentirse superior a otra participante. Finalmente, Estelle se convirtió en la campeona mundial de belly dance.
Aunque no niega la alegría, Estelle recuerda ese período como un trance oscuro. Ya que había sido declarada campeona, se convertiría en una especie de “Britney Spears de la danza oriental”: debía entrar a sala de operaciones para esculpir su cuerpo, según lo quería la producción; debía abandonar a sus amigos, pues ahora sería una estrella intocable, y su vida solo dependía del visto bueno de un magnate.
“Yo solo tenía 23 años y tenía que mantenerme dispuesta. Mi familia me decía que debía aceptar ese contrato tan millonario. Sí, era mucha plata, pero ¿cómo me iba a ver yo en el espejo completamente transformada física y emocionalmente, sin compartir el arte desde mi corazón?”.
Estelle rechazó la oferta millonaria y fue multada con una prohibición para bailar en Oriente durante siete años. Ella regresó a Costa Rica, continuó con sus clases y producciones de espectáculos; “fue la mejor decisión de su vida”, afirma.
Ahora, con toda su familia en el extranjero –su padre y madre regresaron a Líbano ante la nostalgia y sus hermanas migraron hacia otros puntos del mundo–, Estelle se consolida como un referente de la danza, del feminismo y de la gestión cultural.
Próximamente, Estelle tomará un avión y tardará en regresar a Costa Rica. Dentro de dos meses, comenzará una gira internacional por América y Asia.
Su propósito es bailar junto a personas de todo el mundo en el círculo sagrado que tanto la ha sanado, ese círculo que crea cuando mueve los velos al bailar.
“La danza es algo que sucede en cualquier parte del mundo y no es gratuito”, agrega Estelle. “Culturalmente tenemos diferencias, pero en la esencia somos iguales, somos hermanos. La danza crece porque las personas del mundo necesitamos un espacio para nosotros y para reconstruirnos”.