Parece un efrit de los cuentos árabes. Bueno y malvado a la vez. Según la revista Forbes es la 1001 persona más rica del mundo, posee 2.100 millones de dólares en la chequera, porque nunca da puntada sin hilo.
Sus detractores respiraban en paz porque estaba en hibernación mediática, pero Netflix lo sacó del ropero y expuso los claroscuros de su vida en The Last Dance, una elegía al líder tóxico, cruel, grosero y despiadado.
A fuerza de ser sinceros un humanoide como Michael Jordan solo puede despertar los celos más sanguinarios; basta recordar que en el 2105 vendió zapatillas por un valor de tres mil millones de dólares. Solo donó: siete millones.
Eso es lo que le cobran sus detractores, su falta de sensibilidad hacia sus hermanos negros y las causas antiracistas.
Su Majestad, como gusta que le llamen, jamás se anda en minucias cuando se trata de pagar sus veleidades; las botellas de tequila que bebe -como si fueran de agua llovida- cuestan 1,600 dólares cada una.
Alguien tan asquerosamente rico, y sin empacho para exhibirse, genera los comentarios más viles de los envidiosos. Lo tachan de tirano, agresor, comerciante sin conciencia y un abusador compulsivo.
Los admiradores de Jordan se quedan con el fenómeno del basquetbol, sus endiabladas marcas, la forma en que pulverizaba a sus rivales y la autoconfianza, competitividad y profesionalismo que nadie puede negar.
Es imposible criticar a un dios pagano. Como la vez que Reggie Miller, de los Indiana Pacers se atrevió a ningunearlo, y Jordan le advirtió: “Ten cuidado, nunca le hables así al Jesús Negro.”
Deidad negra
Ganar cuesta caro. El hijo de James y Deloris Jordan, nacido en el para nada exclusivo Brooklyn el 17 de febrero de 1963, fue apartado del equipo de baloncesto -en segundo año de colegio- porque era un enano que medía 1,80 m.
Pasó un año y creció 10 cm, hasta llegar a medir 1,98 m, desarrolló un cuerpo aerodinámico que - si lo hubiera querido- lo habría convertido en un astro del béisbol o el fútbol americano, pero prefirió el basquet.
Como nadie puede dudar un ápice de su astrónomica carrera deportiva, solo queda revolcar el estiércol de su vida privada y ahí sobran inmundicias -reales o falsas- para que los perdedores crezcan como hongos.
Fuera de la cancha Michael es un crápula, con una vida licenciosa que bascula entre la ludopatía y la agresión sistemática a quienes le rodean, pasando por sus lujos persas y demostrando ser tan simpático como un cocodrilo en celo.
El mito viviente proyecta una larga sombra; sus enemigos apenas pegan el ojo para indagar y revelar cuánta plata posee, cómo la gasta, quién pasa por su entrepierna, lo que come, bebe y expulsa en el mingitorio; o si de verdad es negro.
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Mientras los fracasados sufren de impotencia crónica, Michael enciende uno de sus seis puros diarios -marca Partagas Lusitania y valuado en 400 dólares- lanza círculos de humo, uno tras otro, y los ignora con el desprecio del triunfador.
Las reglas de Jordan
En tiempos de pandemia, lo menos deseable es un líder tóxico como Jordan, cegado por la ambición de ganar todo no dudó en pegar puñetazos a sus rivales o llamar “gordo, enano, asqueroso” a Jerry Krause, gerente de los Bulls.
Cuando dejó de jugar, en el 2003, potenció su adicción a las apuestas. Ya era famoso por perder $100 mil en “piedra-papel-tijera”; deber $ 57 mil a James “Slim” Bouler, condenado por lavado de dinero y tráfico de drogas.
Al gerente del San Diego Sports Arena, Richard Esquinas, lo dejó sentado en la marqueta de hielo con una deuda de $1.25 millones; perdió esa nadería en un juego de golf. Usualmente apostaba $100 mil por hoyo.
Si en el juego le iba mal, en el amor peor. Karla Knafel, su amante por muchos años, intentó sacarle $5 millones de indemnización con tal de cerrar la bocota y no airear sus encestes eróticos.
A los 26 años se casó con Juanita Vanoy, madre de Jeffey, Marcus y Jasmine. El divorcio le costó $168 millones, y -en el 2013- pasó por el juzgado para unirse a la cubana Yvette Prieto, con quien tuvo a las gemelas Victoria e Ysabel.
Hubo fanáticos que lloraron cuando Jordan se retiró -en el 2003- y otros saltaron de alegría cuando volvió, aunque fuera en una serie de Netflix.
Dos generaciones de fieles coleccionaron carteles de Michael Jordan, camisetas, libros, postales, colonias, relojes, zapatillas, cereales y su mundo giraba alrededor de un dios disfrazado de jugador de baloncesto.
Estrellas estrelladas
Noqueado. Mike Tyson ganó $300 millones a punta de golpes; quedó arruinado tras gastar su fortuna en joyas, ropa, propiedades, drogas y dos tigres de bengala que tenía como mascotas.
Negocios riesgosos. Scottie Pippen, compañero de Michael Jordan, dilapidó $120 millones en caprichos como comprar un jet privado que nunca funcionó o una mansión que perdió su valor.
Derrochador. Allen Iverson amasó un capital de $200 millones en el baloncesto. Todo lo botó con 50 amigos a quienes les pagaba la comida, la bebida, la ropa, los hoteles y los viajes en avión.