El artículo “Las guerras de Trump en Oriente Próximo”, publicado en estas páginas el 26 de mayo pasado, escrito por el profesor Antonio Barrios, es un claro ejemplo de quienes escriben persistentemente contra Israel, sin reflejar la amenaza que afronta desde su creación.
La táctica usual es acusar al primer ministro del momento de actividades siniestras y achacarle el estado de atraso, represión y violación de los derechos humanos del mundo árabe, descrito en los estudios del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) como consecuencia de la incapacidad y odios internos de sus propios líderes.
Criticar el liderazgo israelí es aceptable, los periódicos del Estado hebreo lo hacen todos los días, pero practicarlo sistemáticamente mientras se refieren corrongamente a las atrocidades en el resto del Oriente Próximo, manifiesta el interés de perjudicar panfletariamente a Israel.
En los recientes disturbios en Gaza, varias personas intentaron cruzar la frontera para “establecerse” en el lado israelí; 52 de los 56 abatidos eran miembros de las brigadas de choque de Hamás.
Usar una declaración fuera de contexto para destilar veneno contra Israel es una mala práctica que al final del tiempo solo ha conducido al fracaso, como el de la segunda intifada impulsada por una potente maquinaria de propaganda que retorcía la historia y la realidad.
Proceso de paz. La constante es culpar al gobierno de “extrema derecha” del estancamiento del proceso de paz y no reconocer que la paz no se ha alcanzado en 70 años y las grandes guerras se dieron estando en el poder gobiernos socialdemócratas.
Antes de 1967, la génesis del conflicto (como ahora con Irán) era el deseo expreso de destruir a Israel; impedían a los barcos mercantes atravesar el canal de Suez o navegar por el estrecho de Tirán si transportaban bienes para Israel. Hoy se exige la retirada a las líneas previas a junio de 1967, sin explicar por qué, cuando prevalecían, no se proclamó el Estado árabe-palestino con Jerusalén como capital y no mencionan que, ante el ofrecimiento de Israel de devolver los territorios ganados en la guerra de 1967 a cambio de la paz, la Liga Árabe respondió con los famosos tres noes: No a la paz, no a la negociación, no al reconocimiento de Israel.
Se extasian acusándolo de no acatar las resoluciones de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), pero soslayan que los árabes tienen 71 años de desacato, y por cuádruple partida, la resolución 181: no declararon su Estado, no reconocieron a Israel y lo invadieron para aniquilarlo y le negaron el carácter internacional a Jerusalén prohibiendo que los judíos rezaran ante el muro, amén de la destrucción de 50 sinagogas y otros centros judíos centenarios.
Acuerdo. La resolución 242 establece la devolución de los territorios capturados en la guerra de 1967 a cambio del reconocimiento de Israel con fronteras seguras y respetadas. Israel cumplió su parte con Egipto y Jordania, pero los palestinos exigen la retirada de Israel para iniciar negociaciones, lo cual es absurdo.
La aparición de Irán como potencia regional ha complicado el entramado del Oriente Próximo. Sus dirigentes declaran constantemente (como lo hizo Nasser) el objetivo de aniquilar Israel, financian a Hamás y Hizbolá y se enfrenta a sus correligionarios del golfo con sus testaferros hutíes en la guerra de Yemen, en la cual mueren 130 niños diarios sin que nadie se inmute, y las escasas veces cuando los analistas se refieren al conflicto utilizan una lógica y una narrativa muy diferentes a la aplicadas a Israel.
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Barrios pronostica una “guerra monstruosa” en el Oriente Próximo sin aclarar que no es Israel el que ha concentrado tropas y armas cerca de Irán, sino los persas, quienes tienen cientos de misiles en Siria apuntándole. Ya dispararon los primeros 30 con un resultado adverso, que los dejó analizando la rapidez y precisión de la respuesta israelí y entendiendo que no se está en el mismo escenario previo a la guerra del Yom Kipur. Veremos si la monstruosa guerra se produce o resulta un cuento conspirativo más.
El autor es profesor universitario.