El gobierno debe garantizar la continuidad de las obras en ejecución contratadas con las empresas implicadas en el caso Cochinilla. Mejor dicho, debe exigir su terminación, de conformidad con las especificaciones del contrato, no obstante el paralelo desarrollo de la investigación y el procedimiento judicial. Permitir una suspensión de los trabajos es un castigo para la ciudadanía, necesitada de la infraestructura y enfrentada, desde hace meses, con los inconvenientes propios de su construcción.
La Circunvalación norte es un ejemplo inmejorable. La obra es vital para San José y los conductores llevan mucho tiempo soportando las dificultades inevitables de una construcción en zonas céntricas. El cruce de La Uruca, para citar un caso, se ha convertido en motivo de molestias toleradas por la promesa de una significativa mejora del tránsito a corto plazo.
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Los cuatro tramos donde trabaja la empresa H. Solís en consorcio con La Estrella tienen un 35, un 89, un 96 y un 97 % de ejecución según la Oficina de las Naciones Unidas de Servicios para Proyectos, encargada de la supervisión. No tiene sentido, ni desde el punto de vista económico ni desde el de la calidad de vida, dejar las obras en ese estado o atrasar lo poco que falta para la conclusión después de 40 años de espera.
El Estado, en el marco del proceso penal, planteará sus pretensiones de resarcimiento civil para recuperar lo perdido, pero en este momento nada gana con dejar los contratos en suspenso. Por el contrario, pierde. La indignación por las irregularidades reveladas, no importa cuán justificada, no debe agravar el daño sino resarcirlo en la medida de lo posible.
Lo mismo vale para las dos intersecciones a tres y cuatro niveles en Taras y La Lima, en Cartago; la ampliación del tramo de 50 kilómetros entre Barranca y Limonal, en la Interamericana norte; y la ampliación de la vía en La Angostura. Ninguno de esos proyectos es de escaso impacto, como pueden atestiguar quienes transitan por las vías donde se desarrollan.
Otro tanto puede decirse de los proyectos a cargo de Constructora Meco, incluidos los dos pasos a desnivel en Hatillo 4 y 6, la ampliación del trayecto de 2,8 kilómetros entre el puente del Saprissa y el cruce donde está ubicado el restaurante Doña Lela y otras obras de similar importancia.
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Distinto es el caso de las tareas todavía no iniciadas. El Consejo Nacional de Vialidad (Conavi) decidió abstenerse de firmar el contrato de ampliación de la radial de Lindora, en Santa Ana, adjudicada a H. Solís. Tampoco ejecutará la adenda para la reparación del puente del Saprissa, sobre el río Virilla, adjudicada a un consorcio conformado por Meco y Puentes y Calzadas. Lo mismo sucede con la renovación de los contratos de mantenimiento de las rutas nacionales, en su mayoría a cargo de Meco y H. Solís. Pero las obras en ejecución, por las razones apuntadas, deben llegar a su fin.
El Ministerio de Obras Públicas y Transportes lo comprende, pero no todos los sectores políticos y sociales comparten su punto de vista. La labor de los funcionarios, sin embargo, no es complacer el enojo, cuya justificación es innegable. La trascendencia de las obras encargadas a las dos principales empresas del caso Cochinilla demuestra, una vez más, la peligrosa concentración de los contratos de desarrollo de obra pública. Entran esas dos compañías en crisis y corremos el riesgo de quedar sin la infraestructura citada y muchas otras obras, además del mantenimiento de la red nacional.
No puede ser, y es tarea prioritaria de las autoridades impedir que se repita una situación semejante, no solo en cuanto a las anomalías, sino también en lo relativo a una concentración capaz de sumirnos en crisis por muchos otros motivos, incluidos errores en la administración de las empresas, por ejemplo.