MADRID – Cuando en 1957 se fundó por el Tratado de Roma la Comunidad Económica Europea, predecesora de la Unión Europea (UE), la narrativa que la definía era que la integración económica contribuiría a alentar el crecimiento, fortalecer la democracia y enterrar los fantasmas del pasado violento de Europa. Es decir, el objetivo de inmunizar a Europa contra las enfermedades del nacionalismo, el populismo y el autoritarismo era inherente al proyecto de integración europea después de la Segunda Guerra Mundial.
Pero el desorden provocado por la crisis financiera del 2008-2009, y las medidas de austeridad que le siguieron, debilitaron las promesas fundacionales de la UE y crearon condiciones para el regreso de ideologías tóxicas. Para que la solidaridad europea sobreviva a este último desafío, se necesita con urgencia una narrativa nueva.
Al resurgimiento del populismo contribuyó sin duda el anonimato de las instituciones de la UE, que las diferencia de las instituciones de bienestar tradicionales del Estado-nación. Por esto, las autoridades de la UE deben encarar iniciativas con mayor responsabilidad social que promuevan la distribución de la riqueza, el bienestar y los derechos de los trabajadores.
Pero, por sí solo, un pacto socioeconómico mejorado para los ciudadanos de la UE no evitará la fractura del proyecto europeo. Los lazos comunitarios son capaces de soportar tensiones económicas, pero se disuelven cuando no se respetan los valores compartidos y se pierde la idea de pertenencia. Los fracasos actuales tienen que ver menos con las dificultades económicas que con la incapacidad colectiva para crear lo que Winston Churchill llamó “la familia europea”, vinculada por un sentido compartido de “patriotismo y ciudadanía común”.
Si Estados Unidos logra permanecer unido tras los estragos de la predatoria presidencia de Donald Trump, será gracias a la resonancia emocional del “sueño americano” y la lealtad compartida a la promesa (consagrada en la Carta de Derechos de la Constitución de los EE. UU.) de un disfrute igualitario de la libertad individual. Pero los europeos carecen de esa forma de vinculación, y crearla no será fácil, especialmente cuando movimientos nacionalistas regionales, como el de Cataluña, empujan en la otra dirección.
El objetivo de la ampliación de la UE después de la Guerra Fría era consolidar los valores compartidos del bloque para las generaciones futuras. Pero en vez de eso, el fortalecimiento de políticos populistas en Europa central y oriental ha convertido la ampliación en una amenaza para el bloque. La actual divisoria este-oeste plantea una pregunta inquietante: ¿tienen las fronteras externas de Europa alguna base más profunda que la mera geografía?
Los organismos multilaterales siempre pueden cambiar de rumbo en respuesta a nuevas realidades. Por ejemplo, en las últimas tres décadas la OTAN modificó su mandato dos veces: la primera fue al terminar la Guerra Fría, cuando su doctrina estratégica fundacional perdió relevancia y, más cerca en el tiempo, para cubrirse contra el revisionismo ruso.
Pero la débil respuesta de las principales potencias europeas a la tendencia iliberal en Europa central y oriental no constituye una corrección de rumbo, sino que encarna un pragmatismo desprovisto de principios. A menos que cambie el statu quo, los Estados más orientales de la UE (en particular Polonia, donde la idea de un polexit viene ganando terreno) podrían retirarse de la UE para formar una alianza más autocrática con Eurasia.
El populismo autoritario no es una desviación del proceso democrático; siempre ha sido su inevitable acompañante. Ahora que la UE parece incapaz de detener su ascenso ni siquiera en los miembros fundadores del bloque, para mantener la cohesión será necesaria una nueva narrativa paneuropea que incorpore las diversas historias e idiosincrasias políticas nacionales.
Esto implica prestar atención a las políticas iliberales promovidas por el líder de facto de Polonia (el presidente del partido Ley y Justicia, Jaroslaw Kaczynski) y por el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, y mantener un diálogo continuo en relación con ellas. Mientras el péndulo democrático pueda funcionar, las políticas son reversibles. Ni siquiera Donald Trump es eterno, como destacó el presidente francés Emmanuel Macron.
Si la “comunidad imaginada” de la UE en cuanto colectividad predominantemente católica moldeada por la historia del imperio occidental medieval de Carlomagno puede todavía hacer lugar (aunque con dificultades) a sus miembros orientales iliberales, también puede hacérselo a la Turquía de mayoría musulmana, donde una nada desdeñable oposición defiende con tenacidad una visión secular kemalista para el país. Además, pese a la concentración de poder en manos del presidente Recep Tayyip Erdogan, que dio a la dirigencia europea un pretexto para suspender el pedido de ingreso de Turquía, Erdogan sigue defendiendo la pertenencia a la UE.
La incapacidad de Europa para crear una narrativa común dañó su ventaja de “poder blando” sobre Estados no democráticos como China y Rusia. Demasiado confiada en las garantías de seguridad dadas por EE. UU., Europa se apresuró a abrazar la fantasía de un mundo “poshistórico” en el que todos los conflictos se resuelven en forma pacífica y el poder militar es innecesario.
Es verdad que la mayor fortaleza de la UE sigue siendo su capacidad para defender los ideales democráticos y proyectar valores progresistas en todo el mundo. Y en momentos en que gran parte de Europa está rodeada por fuerzas iliberales, y que EE. UU. abandona sus responsabilidades globales, a la UE la dejaron sola para defender lo que queda del viejo orden.
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Pero para poder inspirar, Europa también necesita poder intimidar. Por ejemplo, si la UE hiciera frente a la agresión rusa, el bloque tendría más ascendiente sobre los Estados de Europa oriental, especialmente aquellos cuyos gobiernos parecen felices de gravitar hacia la esfera de influencia de Rusia. El presidente ruso Vladimir Putin siempre ha sabido usar la historia al servicio de su propia narrativa política. Es necesario que la UE se muestre igualmente capaz de hacerlo.
Shlomo Ben-Ami, exministro israelí de Asuntos Exteriores, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz y autor del libro ‘Cicatrices de guerra, heridas de paz: la tragedia árabe-israelí’. © Project Syndicate 1995–2018