Me refiero a un bipartidismo con espacio para la disensión, la expresión de otras fuerzas políticas y hasta la posibilidad de reconfigurarse con el desplazamiento de uno de sus polos por ofertas electorales nuevas o renovadas.
Un sistema con la permanencia necesaria para propiciar el desarrollo de partidos vigorosos, con organización sectorial y territorial, además de liderazgos estables.
El bipartidismo de Liberación y la Unidad nos hundió en la crisis de los ochenta, pero también nos sacó de ella, reinventó la economía y nos transformó en una sociedad más próspera. Sucumbió, es cierto, bajo el peso de su propia corrupción, pero el sistema de reemplazo no la erradicó.
Es un fenómeno inaceptable y no debemos siquiera imaginar la posibilidad de convivir con él, pero no es propio ni exclusivo del bipartidismo.
Con el derrumbe del bipartidismo se entronizó la dispersión y se incumplieron los pronósticos optimistas de un gobierno de alianzas creadas por necesidad y obligación.
Hubo un asomo de acuerdo cuando las principales fuerzas políticas entendieron los peligros de la situación fiscal del 2018, pero las contradicciones volvieron a aflorar apenas quedó superado el escollo.
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Posteriormente, ni siquiera la pandemia consiguió abreviar las distancias. Volvimos a la parálisis de la dispersión, agravada por deserciones y declaratorias de independencia en varias bancadas legislativas, incluida la oficialista.
Hay razones para cuestionar si la política de la actualidad habría permitido enderezar el rumbo tras la crisis de los ochenta.
Si tenemos 25 candidatos presidenciales es porque la mayor parte de ellos vio en el caos la oportunidad de probar suerte. Con el 47% del electorado indeciso, es temerario hacer pronósticos, pero las encuestas, con pocas variaciones, podrían estar apuntando a un deseo de simplificar el panorama. Quizá el electorado indique un grado de nostalgia por el bipartidismo, pero Liberación y la Unidad no parecen preparados para capitalizarlo.
agonzalez@nacion.com