La larga y obligada espera a la que nos someten los tribunales promueve la convocatoria de movimientos ilegales. Me atrevo a decir que la gran mayoría de servidores públicos, sino la totalidad, que han participado en una huelga a partir de la reforma laboral lo han hecho de manera ilegítima, la pregunta es: ¿cuántas de esas declaratorias de ilegalidad tienen sentencia final?, ¿cuántos de esos funcionarios han sido sancionados?
13 meses de espera. El ejemplo más claro se dio a raíz de la huelga en el Poder Judicial que se prolongó 13 días durante el mes de julio del 2017. Claramente, se trató de un movimiento ilegal y para apaciguar el descontento el entonces presidente de la Corte, Carlos Chinchilla, se comprometió a tomar cartas en el asunto y dijo que actuaría tan pronto tuviera en sus manos la bendita declaratoria de ilegalidad.
¿Adivinen qué pasó? Nada. Al día de hoy esa calificación todavía está pendiente; seguimos con la herida abierta esperando que quienes tienen que resolver hagan su trabajo. El proceso acumula ya 13 meses desde que se presentó y no tiene sentencia final; así me lo confirmó por correo electrónico el Departamento de Prensa y Comunicación Organizacional del Poder Judicial este 5 de setiembre.
De más está decir que se trata de un atraso absolutamente reprochable y un pésimo precedente. En lugar de un trámite ágil y pronta respuesta, se engavetó el proceso con el agravante de que los posibles afectados con la sentencia son los propios funcionarios judiciales. Tal vez el Poder Judicial sigue sin entender que cuando toca juzgar a los de adentro, a los de la casa, la transparencia es fundamental para eliminar cualquier duda de complicidad, compadrazgo o confabulación.
Otros casos están relacionados con la huelga general del pasado 25 de junio. El gobierno y las instituciones autónomas dijeron que gestionarían la declaratoria de ilegalidad con el fin de tomar acciones en contra de los funcionarios que suspendieron labores. Sin embargo, en los dos casos que tuve oportunidad de revisar, todavía no hay sentencia final. Se trata de los los trabajadores del Ministerio de Educación Pública (MEP) y de la Junta de Administración Portuaria y de Desarrollo Económico de la Vertiente Atlántica (Japdeva).
No se ha terminado de calificar la huelga pasada y ya el lunes empezó un nuevo movimiento. Los huelguistas nos llevan ventaja, la ineficiencia del sistema les favorece.
Fácil constatación. Aprovecho para aclarar lo siguiente: no es lo mismo, ni debería recibir el mismo tratamiento, una huelga ilegal que se convocó sin cumplir los requisitos mínimos obligatorios, que una huelga salvaje, esa que está expresamente prohibida por afectar sectores estratégicos como clínicas y hospitales, policía, carga y descarga en muelles y atracaderos. En este último caso, el incumplimiento es fácilmente constatable, por lo que no se justifica esperar meses para que se resuelva el caso; la declaratoria de ilegalidad debería ser casi inmediata.
La cobarde majadería de algunos grupos sindicales de utilizar la salud y la educación como mercancía de cambio para chantajear al gobierno de turno, tomando como rehenes a los enfermos y a los menores de edad, acabará el día en que los huelguistas paguen las consecuencias con su salario y hasta con el sustento de sus familias al ser despedidos.
La culpa de que en este país se suspendan los servicios públicos cada vez que se le antoja a un grupo sindical la tiene, por tanto, el Estado por su comprobada incapacidad para hacer cumplir la ley a tiempo y aplicar las sanciones necesarias.
La reforma laboral ya es bastante alcahueta como para encima sumarle una tardía e ineficiente actuación del Poder Judicial en la administración de justicia. Sobre la impunidad de las huelgas ilegales hice mis advertencias en dos artículos anteriores: “Luz verde a las huelgas ilegales” (La Nación, 6/2/2016) e “Impunidad de las huelgas ilegales no es un mito” (La Nación, 23/2/2016).
Cuello de botella. La protección de nuestros derechos frente a los atropellos de las protestas ilegítimas depende del proceso de calificación de la huelga, el cual conlleva una revisión del cumplimiento de las normas y de los requisitos legales por parte del juez, y concluye con el dictado de una sentencia.
Antes de que el juez reconozca la ilegalidad del movimiento estamos atados de manos; de ahí la insistencia del presidente de la República para que se presenten las gestiones judiciales. Pero nada ganamos con interponer el proceso si la respuesta del Poder Judicial tarda meses en llegar; ahí está el cuello de botella, la debilidad del sistema, que han sabido aprovechar los gremios para burlarse una y otra vez del país.
El fallo que reconoce la ilegalidad permite que puedan reanudarse los servicios públicos, asignar trabajadores para que reemplacen a los huelguistas y justificar el despido de quienes actuaron al margen de la ley. Desgraciadamente, a pesar de que ley establece plazos muy cortos para el proceso de calificación, dura tanto en resolverse que al final la sanción pierde todo el sentido.
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Si la ley exige la declaratoria de ilegalidad como requisitos para proteger nuestros derechos, que el Poder Judicial cumpla su parte y resuelva con la prontitud que las circunstancias merecen, empezando por el movimiento organizado por sus propios funcionarios.
La autora es abogada especialida en derecho laboral.