Cruzaron océanos de tiempos para poblar las pesadillas humanas. Al final del crepúsculo acecharon sus pasos, para sorber su sangre tibia y carmesí.
Los sacerdotes de la antigua Mesopotamia invocaban a sus dioses protectores para acabar con los Utukku, seres malignos con forma humana que causaban pestes y enfermedades.
En el Antiguo Egipto la furia de la diosa Sejmet, hija de Ra, solo podía aplacarse embriagándola con un líquido rojo, espeso como la sangre. Los chinos, los árabes, los africanos y los judíos narran historias de esos depredadores humanos, condenados a sufrir una sed insaciable y eterna.
Los vampiros –sentenció Carl Jung– encarnan el lado salvaje humano, el atavismo bestial en conflicto permanente con las normas sociales y las creencias.
Si a esto el lector le agrega símbolos universales como la sangre, fuente de poder y vehículo del alma; el miedo a la depredación, a la enfermedad y a la muerte; así como una fascinación por la supervivencia y la inmortalidad, tendrá a la mano un personaje que no lo dejará dormir tranquilo: el vampiro.
La literatura canalizó la imaginación popular y en el siglo XVIII surgió en Europa ese término, asociado a la superstición y a prácticas paganas que trataban de explicar las epidemias y plagas que asolaron a ese continente.
Fue Bram Stoker, con su novela Drácula , quien creó el mito tal como lo conocemos actualmente; el cine lo acogió con gusto y de ahí pasó a las historietas y a los videojuegos, que prostituyeron el concepto.
Muerto-viviente
En 1922 el alemán Max Schreck encarnó al chupasangre en la película expresionista Nosferatu , una versión silente en blanco y negro que todavía eriza la piel, si bien el personaje era bastante repulsivo.
Fue Bela Lugosi, en 1931, quien definió las características del monstruo: enemigo del sol, amante de las tinieblas, seductor de mirada penetrante, dueño de un poder sin límites y vestido como un caballero: impecable frac y capa negra.
Pero el vampiro sangriento, espeluznante y erótico por excelencia fue Christopher Lee, cuya esposa –la modelo Birgit Kroencke– se negó a dormir con él solo del miedo que le produjo ver el estreno de El horror de Drácula , en 1958.
Los productores de Hollywood le sacaron al personaje toda la punta que pudieron; desde el pervertido sexual violador de vírgenes – Sangre para Drácula –; la nueva versión de Nosferatu con Klaus Kinski; el sexy-amanerado de Roman Polanski; o Drácula , de Francis Ford Coppola, cuyo elenco de lujo ganó tres Óscar en 1992.
La malignidad draculina quedó hecha trizas con la cinta de Mel Brooks – Drácula , un muerto muy contento y feliz –protagonizada por el comediante Leslie Nielsen– quien ridiculizó todos los estereotipos del príncipe de las tinieblas y dejó en paños menores al infeliz renacido.
Drácula, el de verdad
Los aficionados a buscarle seis patas al gato husmean en la historia para encontrar un antecedente real de los vampiros, y dar visos de verdad a sus fantasías.
Unos aseguran que la aristócrata húngara Elizabeth Bárthory, que vivió entre los siglos XVI y XVII, es un referente. A la noble, la acusaron de secuestrar cientos de jovencitas a las que desangraba, para bañarse en ese líquido y conservar su juventud. El 7 de enero de 1611 sus secuaces fueron condenados a la hoguera y ella fue emparedada viva en sus aposentos.
Otros le endosan el sanbenito a Gilles de Rais, un noble francés del siglo XV –que luchó junto a Juana de Arco– y le achacaron la tortura y asesinato de 300 niños.
Los psiquiatras forenses creen que la conducta de ambos se asocia más con la psicosis y esquizofrenia, si bien podría tratarse de un tipo de trastorno mental motivado por el placer libidinoso de ver, tocar o beber la sangre de otro.
Si uno quiere hilar fino podría pensar que el príncipe Vladislaus III, de Valaquia, conocido también como Vlad II o Vlad Tepes, el “empalador”, cumplía los requisitos para ser un auténtico Drácula.
Este nació en Sighioara, Transilvania, allá por 1429; en un tiempo y lugar donde las rivalidades por el poder eran zanjadas por medio de la crueldad extrema y las limpiezas étnicas.
Por una serie de causas, que no vienen al cuento, Vlad III fue educado por el sultán Murat II que lo trató a las patadas; el niño desarrolló una aversión visceral contra los turcos y un gusto especial por hacerlos sufrir.
Una vez liberado de su amo decidió cobrarse todas las facturas; entre 1454 y 1462 sacrificó a 40 mil enemigos. La más célebre de esas matatingas ocurrió en la noche de pascua de 1459, cuando reunió a la nobleza de su reino, los emborrachó y al final los empaló. Eso consistía en atravesar a la víctima con una estaca –desde el trasero hasta la boca– y clavarla al piso.
El rey estaba convencido de que irrigar sus comidas con sangre fresca le daba vigor sexual y poderes sobrenaturales; de ahí que decapitaba a sus rivales y asaba las cabezas.
Como suele ocurrir la leyenda supera a la realidad y Vlad III tal vez no eran tan sanguinario; en Bucarest –Rumania– hay un busto que lo recuerda como un héroe que luchó por la independencia de su nación.
Y aunque no fuera así, los turistas pagan por ir de excursión sadomasoquista al castillo de Drácula; ahí, el chupasangre de colmillos afilados es una celebridad postmoderna, una mentira convertida en verdad: alta, oscura y espantosa.