Empecé a ver Girls porque necesitaba ver algo en lo que pudiera reflejarme. Tenía 21 años. No encontraba trabajo o, peor aún, no encontraba un trabajo por el que me pagaran.
Entre los episodios de la primera y segunda temporada, mi autoestima se fue por el caño por la depresión del trabajo imposible, las presiones de salir de la comodidad de mi casa a la incomodidad del mundo real y, tras de todo, la carga de un patán que, parafraseando a Hannah Horvath, trataba mi corazón como carne de cañón.
“Me siento como una persona invisible y delirante. Necesito aprender qué significa que me traten bien, antes de que sea muy tarde”.
Así, como si fuera el fin del mundo y no hubiese nada más allá, era como Hannah justificaba una cita frente a sus padres. Como si fuera el fin del mundo aunque, en el episodio siguiente, volviera dócilmente al rincón de su relación complicada con Adam –interpretado por Adam Driver–.
Desde que estrenó en el 2012, a Girls la ven los que la odian y los que la aman. Estoy convencida de que los verdaderos fans somos los que hacemos ambas a la vez. Tras cinco temporadas, en sus peores momentos, al dramedy de HBO hay que odiarlo hasta la pulpa para amarlo auténticamente.
Por suerte, desde la primera temporada, eso de los odios ya lo tenía resuelto Hannah –y, por lo tanto, Lena Dunham, su creadora e intérprete–.
“Nunca nadie me podría odiar tanto como me odio a mí misma”, gritaba airosa en su primera pelea televisada con su mejor amiga, Marnie (Allison Williams). Tras esa pelea, el resto han sido tan caóticas como transparentes.
Marnie se desmorona cada vez que un novio la abandona. Jessa (Jemima Kirke) toma drogas, toma sexo, toma lo que pueda de sus amigos, familiares y conocidos para evitar entregarse. Cuando finalmente la menor de todas, Shoshanna (Zosia Mamet), descubre que sus amigas son un grupo de inadaptadas es demasiado tarde.
Hannah es la herida que las mantiene unidas y separadas. El reflejo que una veinteañera busca cuando no tiene otro lugar para estudiarse a sí misma.
Mitad ficción, mitad realidad magnificada, la personalidad de Dunham comenzó a diluirse entre los avances y retrocesos de la vida de Hannah.
En una temporada, parecía que finalmente cerraría su relación tóxica con Adam. En la siguiente, jalaba cocaína en la tapa de un inodoro con su ex novio gay Elijah –Andrew Rannells–.
En otra temporada, resolvía continuar su carrera de escritora contra viento y marea. En la siguiente saboteaba su oportunidad de un posgrado exitoso para volver a brazos de Adam.
Por eso no es tan raro que, en una de las escenas del tráiler de la sexta temporada, Hannah se siente frente a otro posible empleador a cagarla con su dudosa ética profesional: “Soy perfecta para su revista. Nada me importa pero, al mismo tiempo, tengo opiniones sobre todo”.
Tal vez, la última persona que creyó que Hannah realmente llegaría lejos fue la misma Dunham.
Seis temporadas de Girls después, tiene su ironía el admitir que cuando Hannah decía “Creo que podría ser la voz de mi generación”, realmente estaba hablando de Dunham.
Una voz, una generación. Desde hace dos años estoy suscrita por correo al boletín semanal de Lena Dunham. Lenny Letter es la clase de publicación en la que trabajaría Hannah si eventualmente tuviera la intención de conseguir un trabajo estable.
“Somos tan complejos como el mundo en el que vivimos. Brutales y tiernos. Furiosos y llevaderos”, escribió Dunham esta semana, mientras se despedía de sus fans de Girls en el boletín.
La realidad es que los mundos de Dunham –la serie, su boletín, sus pleitos feministas en Twitter o Instagram– son todos el mismo.
La sabiduría popular dice que un escritor tiene que escribir de lo que sabe. En Girls , Hannah lleva diarios en los que describe sus sentimientos y los de sus amigas para que, algún día, se conviertan en una memoria autobiográfica. Los recuerdos de Hannah son, en muchas ocasiones, recuerdos embellecidos (o afeados, depende de cómo se vea) de las experiencias de Dunham.
En la tele, Hannah es la de los grandes discursos sobre sus problemas mentales, el dolor del amor no correspondido o las envidias que hierven entre cuatro amigas que conocen demasiado las unas de las otras.
Pero es el cuerpo de Dunham el que aparece sin ropa para que le digan, en la vida real, qué tan gorda está o qué tan feos tiene los pechos. Dunham es la que tiene un libro que habla sobre sus propios problemas personales y mentales.
“Las escenas de sexo que escribo y actúo no son de novelas eróticas. No reinventan el sexo sino que lo recrean; la mayoría del tiempo para peor. Son momentos verbatim de los retazos ridículos de la vida u, ocasionalmente, las muy sentidas proyecciones de mujeres que solo quieren escuchar que merecen tiempo y tacto”, se confiesa Dunham en Lenny Letter.
En el último episodio transmitido, Hannah cuenta, en un concurso de narración oral, un condensado de la historia que se ha desarrollado en la serie: un confuso pleito de celos entre ella, su amiga Jessa y su exnovio Adam.
No hay moraleja en la historia. En un raro momento de empatía, Hannah parece que entiende su vida. Suena sabia, aprendida de sus errores.
Una de sus frases en el último tráiler de la sexta temporada da la idea de que es un aprendizaje pasajero. En Girls siempre es hora de crecer.
“¿Por qué alguien no me puede decir exactamente qué hacer en una forma en la que parezca que fue mi idea?”, se lamenta frente a Elijah.
Los detractores de la serie describen los problemas por los que pasan los personajes –confusiones sexuales, amorosas, laborales, vocacionales– como lamentos superficiales y egocéntricos.
Los personajes de Dunham hablan de lo que saben (es decir, de lo que sabe Dunham): de su vida en Nueva York con títulos universitarios en carreras creativas que tienen mercados laborales nulos, con padres que financiaron sus extravagancias por mucho tiempo y que, arrojadas a sostenerse por su cuenta, tienen limitadas herramientas para hacerlo sin fracasar.
Es egocéntrico porque es una autoficción hilada con los dimes y diretes de esos mundos reales y virtuales de su creadora. Su reflejo veinteañero. Una voz perdida en una generación.
Es como cuando en la película de Sofia Coppola, Vírgenes suicidas , un médico le reclama a su paciente suicida que es demasiado joven para conocer cómo se siente una verdadera tristeza y pretende explicársela. La respuesta de ella es una bala: “Doctor, obviamente usted nunca ha sido una chica de 13 años”.
Véalo. Domingo 12 de febrero. HBO. 11:00 P.M.