Aburrir es la forma más acompañada de estar solo. Cuando está solo, el aburridor ya está mal acompañado. El aburridor confirma la teoría de la relatividad pues hace que el tiempo de los otros dure más. Hay muchas formas de aburrir, pero sería tedioso mencionarlas todas. Una forma de aburrir es hablar de uno mismo, y no se diga que uno habla de uno mismo porque domina el tema: más bien ocurre lo inverso.
La conferencia tediosa es el mal que dura cien años; entonces, las manecillas de un reloj parecen ser las tijeras con las que deseamos cortar el hilo de aquellas palabras.
Cuando un orador se extralimita, acaba dándole vueltas a la O de los bostezos. El orador facundo no se traga sus palabras porque no tiene dónde meter tanto vacío.
Si no han cerrado las puertas por fuera y conforme pasan y repasan las horas, el público huye pegándose a las paredes y en busca de recuperar su vida porque solo hay una, y el amplio auditorio se vuelve entonces un cuarto menguante.
Orador alcalino es ese al que nunca se le acaban las pilas. Orador giróscopo es quien da vueltas a sus temas en las mesas redondas.
Una conferencia es una navegación a la que le han cerrado todos los puertos, y los incautos del auditorio son indefensos grumetes caídos bajo las desquiciadas órdenes de un pirata Barba Negra sin reloj.
En cierto momento de la eternidad, el público desea que el orador le hable en latín para que así termine con la lengua muerta. A un orador de pocas ideas le caben todas en la punta de la lengua.
Los rétores aconsejaban que los oradores empezasen con la “captatio benevolentiae”: captación de la benevolencia (o sea, de la “buena voluntad”: lo mismo, pero sin viajar hasta el latín porque allí no hay nadie, excepto las orquestas tropicales que tocan música latina).
Después de un par de horas de intentar hacer una introducción a modo de introducción, el orador se amodesta y confiesa: “No he venido preparado” –el único acto de sinceridad que nunca se agradece–.
Luego de ciertas horas de charla, ni el discurso ni el público levantan cabeza. El conferencista ha olvidado dónde guardó el silencio.
Ni siquiera las neurociencias –que están explicándolo todo– pueden aclarar el misterio de por qué, a las ocho o nueve horas de un discurso, el auditorio no termina convertido en un aeropuerto de sillas volatrices como en una vistosa pelea de un “saloon” del lejano Oeste.
Una tentación: quienes van a oír una conferencia solo para matar el tiempo, podrían comprobar que el orador está más cerca.
El momento crítico se inicia en el hipotético fin de la charla, cuando empiezan las preguntas-discurso pues el orador nunca es el único que no tiene nada que decir. El rencoroso charlista siente entonces que un espontáneo le roba el protagonismo, y se inquieta y empalidece y termina ansiando que ruede la cabeza hueca de su competidor.
Ese es el momento de confiar en la buena puntería de los aerolitos, y quizá el instante de rezar pues solamente Dios y el portero de un auditorio saben qué es la Eternidad.