Que uno sepa (es decir, nada), los diccionarios de filosofía no detienen su erudito andar para incluir la palabra dolor entre sus temas, y tampoco les gusta la palabra tortura (que viene de torcer). Hay algo así como una pérdida de elegancia en detenerse en dos palabras que han dado vueltas –torciendo– alrededor del verde campo de la filosofía.
En su libro Las crónicas del dolor (II, 1), la periodista científica Melanie Thernstrom recuerda otra de las anécdotas del muy ameno poeta romántico alemán Heinrich Heine (1797-1856), quien malvivió asaltado por las enfermedades y las policías políticas (o sea, otras enfermedades). El buen Herr Heine era un optimista incurable sitiado por enfermedades que no lo eran.
Para demoler un poco el dramatismo de los sentimientos (es decir, la especialidad de todos los románticos), Heinrich solía afirmar que un dolor de muelas era más insoportable que un dolor psicológico.
Muchos años después, otro poeta, Jorge Luis Borges, confesaba que él no era un hombre valiente, como sí lo fue su bisabuelo Isidoro Suárez, quien dirigió a los independentistas en la batalla de Junín, el agitado prólogo de la batalla final, la de Ayacucho. “No soy valiente: que lo diga mi dentista”, decía Borges. Heine y Borges: las metáforas vuelven –que lo digan los poetas–.
La historia del dolor es la historia de un dúo de malas compañías en el que el dolor físico se mira en el moral como un espejo roto se ve en las cortantes trizas del otro.
Los mitos nacen de los misterios, y los misterios, de la ignorancia. Si no sabemos el origen del rayo, terminaremos creyendo que el dios Thor nos lanza martillos por algo impropio que hemos hecho o –más misterioso aún– por algo que haremos. Si nos adelantan el pago por nuestros pecados, al menos tenemos el derecho a usarlos.
Quizá haya sido el genial, el epicúreo Thomas Jefferson quien formuló –sin aludir al dolor– la primera insurrección filosófica contra el dolor, en la Declaración de la independencia de los Estados Unidos, del 4 de julio de 1776.
En el Preámbulo , Jefferson escribió que los seres humanos tenemos “el derecho a la búsqueda de la felicidad”. Aunque es un poco tarde para añadirle un codicilo a la Declaración , podríamos agregar que no hay felicidad con dolor, y menos con la locura de un “dolor feliz”.
Durante demasiados siglos y en todas partes, el dolor fue una manifestación del mal humor de los dioses: un mensaje dirigido al corazón, y a veces a las muelas.
Más que predicadores-resignadores hizo Horace Wells –un simple dentista de memorable nombre poco recordado–, cuando, en 1846, usó óxido nitroso para anestesiar a un paciente. Horace no patentó su uso pues creía que el derecho a no sentir dolor debía ser “tan gratuito como el aire” (Miguel Artola: Los pilares de la ciencia, cap. XVI).
La ciencia siempre está de nuestro lado, aunque muchas veces no la veamos porque solemos mirar hacia otra parte. Quizá debamos añadir el nombre de un simple dentista a la Declaración de la independencia de los Estados Unidos.