El oficio del director teatral se consolida, en Occidente, a partir de la segunda mitad del siglo XIX. La consecuencia más relevante de este hecho es que el peso del espectáculo se desplaza desde la dramaturgia hasta el conjunto de mecanismos que permiten organizar materiales textuales y escénicos (iluminación, elenco, escenografía, etc.) para generar un sentido que el espectador deduce. A dicho conjunto de mecanismos lo podemos denominar puesta en escena y a quien ejerce la dirección lo podemos considerar el principal responsable por la buena marcha –o no– de la puesta.
En De psicópatas y otros hombres , el texto de Walter Fernández presenta a tres hombres que se reúnen a escribir una obra teatral sobre Yolanda, una mujer que –según ellos– fue ultimada por el asesino serial conocido en Costa Rica como el Psicópata. En el proceso de escribir su historia, los tres personajes van revelando que estuvieron vinculados sentimentalmente con Yolanda y que conocen más de lo que aparentan sobre su muerte.
Mientras revisa un archivo, uno de los personajes encuentra una noticia relacionada con la muerte del dramaturgo inglés Harold Pinter (1930–2008). Este hecho –intrascendente solo en apariencia– resulta fundamental porque Fernández nos deja saber que su texto fue escrito a partir de recursos dramatúrgicos presentes en la vasta obra de Pinter. Por ejemplo, la ambigüedad de los diálogos encubre situaciones que conocen los personajes, pero no los espectadores; la acción se desarrolla en un espacio cerrado y opresivo; hay un predominio de la violencia verbal y, finalmente, los personajes son amenazados por una presencia que llega de afuera o del pasado.
Los préstamos estilísticos que Fernández le hace a Pinter podrían pasar desapercibidos porque no modifican el desarrollo de la trama, pero sí generan una expectativa que no se ve resuelta del todo, ni en el texto, ni en la puesta en escena de Mario Solano. En algunos pasajes, Yolanda aparece como una figura angelical –casi etérea–, cuando en realidad se constituye en una amenaza concreta para la tranquilidad de los tres hombres.
Por otra parte, la estrategia de mostrar a Yolanda como un recuerdo de los demás personajes añade información que ilustra –pero no potencia– el conflicto que los hombres tienen en el ahora. Estas idas y venidas entre pasado y presente se vuelven obvias porque reiteran lo que ya sabemos por boca de los protagonistas. Al respecto, la dirección de Solano pudo haber ajustado la extensión del libreto para hacer que el espectáculo avanzara con mayor fluidez. Sin duda, el mismo Pinter se hubiera sentido identificado con una propuesta menos verbal y más capaz de trasladar la angustia y la culpa de los personajes a los espectadores.
De psicópatas y otros hombres –el texto– se coloca un meta muy alta al invocar a Harold Pinter como modelo de referencia. Este reto no se cumple a cabalidad en el tránsito hacia la puesta en escena porque el director, al respetar con celo excesivo al dramaturgo, perdió la oportunidad de articular una visión propia. Ganarse la autoría de un espectáculo implica tomar riesgos. Esta no es una tarea fácil y supone una madurez profesional que el joven Mario Solano irá consolidando. A fin de cuentas, le ha correspondido ejercer en una época en la que los directores suelen decir la última palabra sobre lo que vemos en los teatros y otros espacios afines. En este contexto, si la puesta en escena es tan respetuosa de la dramaturgia, entonces, ¿para qué la puesta?