“Dejé de creer en Santa Claus a la edad de seis años cuando mi madre me llevó a verlo y él me pidió mi autógrafo”, contó una vez. Pues yo dejé de creer en el Viejito Pascuero (como solemos decirle a Santa en Chile) a una edad parecida, aunque en mi caso porque lo descubrí quitándose sus ropas y la barba, y transformarse en un amable gordito aunque sin pelo ni sonrisa permanente.
Una inocencia parecida delató a una joven periodista la mañana del 10 de febrero de este año al preguntarme con total candidez si conocía a Shirley Temple, “parece que se murió”, me dijo. Claro le respondí, cuando niño me devoré sus películas. Nada que objetar, son pocos los millennials que podrían conocerla.
La Shirley, como le decía la tía abuela que me crió y patrocinó la oportunidad de ver sus películas, encarnó irremediablemente a la superestrella infantil, ese amable querubín que cantaba mientras movía sus colochos dorados y zapateaba suavemente en la cubierta de un barco, un parque o algún escenario improvisado y que, la verdad, representó para mí todo lo que significa ser feliz cuando se es niño. Pura inocencia.
Esa mañana la noticia del fallecimiento de la actriz estadounidense, a la edad de 85 años, me trajo la imagen de la casa de mis abuelos y las incontables sesiones de cine improvisado que solía instalar.
Como yo, muchos solo la conocimos por el nombre y muy poco por los títulos de sus películas. Fue la primera estrella infantil del cine de Hollywood cuando esa industria empezaba a despegar en la primera mitad del siglo XX.
Debutó con tres años y se retiró con solo 21. Se casó dos veces y tuvo tres hijos. Luego se dedicaría a la política como embajadora de varios gobiernos republicanos, pues era una militante convencida. Entre ellos el del vaquero Ronald Reagan con quien compartió en el Hollywood de los años 40.
Yo tenía 9 años y el recién comprado televisor Motorola en blanco y negro y de perillas, instalado en la sala de la casa de mis abuelos, fue la pantalla donde la conocí. Cine en su casa , así se llamaba el segmento de la televisora local que albergaba sus películas y que cada jueves me seducía. Todo un verano de incontables jueves se exhibieron sus mejores éxitos, y yo no me perdí ni uno.
Aunque nunca la vi en el cine, la programación incluía cintas como Bright eyes ( Ojos cándidos , 1934), película por la que ganó un Oscar especial para menores; The Little Colonel ( La pequeña coronela , 1935), The Blue Bird ( El pájaro azul , 1940) y Fort Apache (1948).
En todas, su rol de pequeña heroína se alternaba con canciones y habilidosos pasos de tap.
Debo ser honesto y confesar que la inocencia de ese halo que rodeaba sus películas nunca perturbó mi conciencia, sería hasta más grande que con un dejo de desilusión y volviendo a ver sus actuaciones, entendí que indudablemente se explotaba su inocencia infantil, y de paso la nuestra, y que muchas veces los contenidos de sus películas rayaban en lo racista o sexista.
Pese a ello, la Temple se convirtió en la actriz más taquillera de Hollywood antes de alcanzar los seis años, enamoró al público de su país durante la Gran Depresión (1929), y por añadidura a las audiencias del mundo entero que seguimos viendo sus películas mucho tiempo después de que había dejado de ser una niña. Ella, y también nosotros.