“Pero ¿usted está loca? ¿Usted va a seguir?”, le espetó la contadora a Laura Torres cuando le llevó, otra vez más, los números rojos de su negocio de venta de ropa.
Dicen que la fe es lo último que se pierde y esa es, posiblemente, la única explicación que hay para comprender por qué ella y su hoy esposo, Herbert Wolf, metieron cabeza en seguir inyectándole capital a la tienda que bautizaron Torre del Lobo, como una unión de los apellidos de ambos: ella es la torre y él es el lobo.
De hecho, ni siquiera Wolf estaba del todo convencido sobre si tenía sentido seguir con el proyecto. Pasaba el primer año y el segundo y el tercero y el cuarto y parte del quinto y solo seguían viendo pérdidas. Pero la ilusión y los repetitivos “sigamos” de Laura no le permitieron desistir.
A Torres algo le decía que su tienda algún día tendría éxito. Quizá se lo hacían creer las largas filas que se hacían en las afueras del establecimiento desde las ocho de la mañana de cada sábado, el único día que abría al inicio. Era una locura, pues para poder atender a todas las clientes, era necesario dar fichas.
“Es que yo tenía fe. Yo sabía que el producto era el correcto y que a la gente le gustaba”, dice. Sin embargo, las cifras no terminaban de darle la razón.
Todo comenzó en 1998, cuando aún eran novios y, aparte de casarse, soñaban con formar un negocio propio. Fue entonces cuando se enteraron de que había un proveedor en Estados Unidos que tenía prendas a buen precio. Torres sacó vacaciones, viajó, eligió las que más le gustaron –como lo hace hasta el día de hoy– y acomodó los percheros en la cochera de la casa de sus papás, en las cercanías del parque La Amistad, sobre el bulevar de Rohrmoser.
Un par de meses después, su padre les comentó que un amigo suyo había puesto en alquiler una casa en Pavas, 50 metros al norte de donde ahora está Jiménez y Tanzi, y que era una buena oportunidad para trasladar ahí al negocio. Ahí abrieron, oficialmente, su primera tienda, que permanece hasta hoy.
Sentados en un sillón, mientras un par de compradoras revisan hasta la última de las prendas, recuerdan los tiempos de vacas flacas. El negocio evolucionó tanto, que ya ni recuerdan a ciencia cierta cómo era el local de Pavas en sus inicios y cuáles fueron las áreas que le ampliaron. De hecho, esa tienda ya ni siquiera les gusta tanto como las que abrieron después.
“Son muchos golpes, es demasiado duro. Metimos mucho dinero. Se vendía, pero no se vendía suficiente”, comenta Torres.
Cuestión de tomar riesgos
Cuando comenzaron a importar ropa, ella era la gerente general del hotel Europa. A sabiendas de que las primeras ganancias de Torre del Lobo no estaban ni cerca, decidió renunciar para dedicarle más tiempo al negocio y consiguió un trabajo de medio tiempo como gerente de ventas del hotel Parador, donde se sostuvo hasta el 2005.
“Yo ya había hecho una carrera, ya tenía 15 años de trabajar en hotelería y ya tenía un puesto gerencial. Ya tenía un estatus, ya tenía un salario. Entonces venirse a vender blusas y pantalones era bastante riesgoso”, rememora la empresaria.
Para Wolf, no haber tenido hijos fue una ventaja, pues eso les permitió tomar decisiones aventuradas. “Si nosotros dos teníamos que comer solo arroz y frijoles, comíamos arroz y frijoles”.
En el 2003 se animaron a abrir una segunda tienda en Heredia, aun cuando los balances seguían reportando pérdidas.
Según la pareja, una de las apuestas más osadas que hicieron no fue ni siquiera la de los pantalones con relleno que alguna vez colgaron en sus perchas, sino la de llenar las tiendas de vestidos.
“En Costa Rica, la mujer siempre tiende al pantalón. El reto era hacer que las mujeres mayores de 30 años usaran vestidos”, dice Torres.
Para lograrlo, hicieron entre sus vendedoras una especie de Fashion Emergency –en palabras de Wolf–.
“La idea era que ellas se dieran cuenta de que son bonitas. El vestido es la pieza femenina por excelencia. Ellas mismas empezaron a darse cuenta de lo bien que se veían. Algunas nunca habían usado un vestido, sobre todo las más jóvenes. Curiosamente, empezaban a recibir piropos”, asegura.
Fue así como consiguieron que las dependientes convencieran a las clientes de comprar los vestidos.
De seguro la técnica les funcionó, pues hoy este tipo de prendas ocupan la mayoría de los ganchos en sus 12 locales (Pavas, Heredia, Curridabat, Cartago, San Pablo, Moravia, Tibás, San Francisco de Dos Ríos, Escazú, La Valencia, Sabanilla, Moravia y Pinares).
Cuatro años atrás, cuando por fin sintieron que el negocio estaba consolidado, Wolf también se decidió a dejar su trabajo como gerente general de la constructora La Constancia para dedicarse al mercadeo de Torre del Lobo a tiempo completo.
Tienen reuniones directivas eternas, pues no paran de hablar de trabajo ni en el desayuno ni cuando van en el carro. Son patronos de 30 empleados, hablan con propiedad del estilo de ropa que deja una sonrisa en el rostro de sus clientes y su agenda de viajes a Estados Unidos está más llena que nunca.
Solo hay dos aspectos que no han cambiado: la interrogante sobre si estarán haciendo lo correcto aún les da vueltas en la cabeza, y Laura todavía tiene fe, solo que ya no de pegar en el mercado, sino de seguir creciendo.