Desde el décimo piso del edificio Centro Colón, don Raúl Gurdián, con los rugosos pliegues de sus 98 años, recuerda sin prisa lo que su mente le permite.
“Tal vez le pueda contar algo, pero muy poco”, advierte el señor. Tras unos segundos en blanco, don Raúl reacciona.
“¡Felicia se llamaba ella!”, dice con ímpetu,y deja nuevamente un hueco en la habitación. “¿Cuáles eran los apellidos?... Montealegre, sí. Montealegre Carazo. No sé por qué se me olvidan si ella fue bastante cercana para mí. Perdón”.
Don Raúl está en la oficina de toda su vida, donde trabajó durante décadas y que visita todos los días para mantenerse en actividad física. A sus espaldas, un amplio ventanal dibuja a San José con una textura poética.
“Nosotros vivíamos en barrio Amón”, dice don Raúl mientras señala a la ventana. “Yo vivía ahí, realmente. Ella no…”, asegura y deja que sus recuerdos se procesen.
“Ella vivía por el Teatro Moderno, por la Catedral Metropolitana en San José. Ella era prima hermana mía. Ella era muy cercana a mí”, rememora con la mano puesta en su cabeza.
Un bus que pita en las afueras del edificio corta la conversación súbitamente. Otros pitos de carros se cuelan en la oficina de don Raúl y él voltea su mirada hacia su escritorio con los ojos a medio cerrar.
“Esas pitoretas no sonaban en aquel tiempo porque no había carros”, dice con una risilla escondida. Don Raúl tiene razón: lo que sonaba en la casa de don Raúl era música: eran las manos de su prima Felicia puestas en el piano de la casa.
“Allí nos conocimos, en mi casa, cuando éramos solo unos niños. Mi papá tenía un piano y ella venía de San José hasta mi casa. Caminábamos al (Zoológico Simón) Bolívar, íbamos a La Sabana. Jugábamos ‘quedó’, ‘escondido’… Todos los pasatiempos de aquel entonces”, dice don Raúl y deja un momento de silencio antes de su próxima intervención.
“¿Qué iba a imaginar yo que ella sería conocida en todo el mundo tantos años después?”.
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Don Raúl no recuerda la primera vez que miró los ojos de Felicia Montealegre, pero sí la última ocasión. A diferencia del primer encuentro, sucedió muy lejos de su quieto barrio Amón.
Ambos estaban en Nueva York, en una despojada calle azul, despidiéndose con la seguridad total de que volverían a encontrarse.
“Yo la recuerdo feliz, yo la recuerdo que estaba bien. Hablé con Leonard Bernstein, su esposo. Fue bueno conmigo”, recuerda don Raúl con la mirada puesta en el cielo raso de su oficina.
Posiblemente, ese último encuentro entre los dos fue a mediados de los cincuenta, cuando Felicia ya era una actriz reconocida. La fama le saltaba desde los hombros pues era considerada “la mujer más bella de Chile y Costa Rica”, además de que había contraído matrimonio con uno de los compositores más importantes del siglo XX y el director de la Filarmónica de Nueva York, algo que significaba la mira constante en el ojo público para ambos.
Don Raúl estaba realizando sus estudios en la universidad McGill en Canadá para ese entonces, y aprovechó la cercanía geográfica para visitar a su prima hermana, esa con la que creció en la infancia y mantuvo una relación hasta sus últimos días.
“Fue bonito verla ahí, nos teníamos mucho cariño…”, dice don Raúl. “Ya ella era otra cosa, otro nivel… Era muy curioso verla en ese mundo después de haber pasado juntos en un barriecito”.
Felicia Cohn Montealegre nació en Costa Rica el 3 de marzo de 1922 a causa de la ruleta del destino. Su padre, Roy Elwood Cohn, era un trabajador judío fuertemente interesado en el oficio minero y, para probar suerte, señaló a Costa Rica en el mapa cuando se propuso explorar las cuevas de los montes del Aguacate.
El señor Cohn se casó en el país con Clemencia Montealegre y tuvieron a Felicia, quien permaneció pocos años en el país.
“Ella estaba muy chiquitilla cuando se fue de acá”, recuerda don Raúl, “porque el señor Cohn se la llevó a Bolivia y luego a Chile para buscar minas. Ella me decía por cartas que vivía en una pura desgracia”, dice el señor y se lava sus manos en el aire como si intentara quitarse un petróleo imaginado en sus palmas.
Después de la desgracia, parecía llegar la calma. Felicia seguía interesada en el piano y determinó que se convertiría en una gran pianista. Aunque los detalles son imprecisos, Felicia alcanzó a conocer a Claudio Arrau, la súper estrella chilena del piano que grabó uno de los primeros CD de audio comerciales en la historia de la música.
Felicia se ganó su confianza, fue su estudiante y rápidamente consiguió popularidad en Chile. Estudió actuación, hizo prematuramente su debut y alcanzó el beneplácito del gremio artístico. Incluso, muchos a la fecha recuerdan a Felicia como ciudadana chilena.
“La Feli, la Feli…”, dice don Raúl. “Así le empezaron a decir en Chile”.
Felicia consiguió entrar en el grupo exclusivo de confianza de Arrau quien, para mediados de los cuarenta, fue considerado como el primer gran pianista sudamericano. Su reputación lo dotó de un poder de convocatoria único cuando se trataba de organizar fiestas.
Para 1946, en una de sus parrandas, apareció Leonard Bernstein en una esquina de la casa de Arrau, al estilo de un inquieto galán que se atreve a conquistar como si emulara a El Gran Gatsby.
“Como si fuera una película”, reflexiona don Raúl entre risas.
En esa fiesta de Arrau comenzó todo: Bernstein y Felicia se conocieron para enamorarse, se comprometieron para anular el matrimonio, se distanciaron para consolidar sus carreras y, a los cuatro años de aquel primer encuentro, volvieron a intimar hasta su casamiento en setiembre de 1951.
“Yo no supe del casamiento por ella, directamente. De un pronto a otro me di cuenta que se había casado con él”, asegura don Raúl.
Para finales de los cuarenta, Felicia había tejido una eficaz red de contactos que la hizo mudarse a Estados Unidos. Apareció en programas como The Chevrolet Tele-Theatre, Goodyear Television Playhouse, Kraft Television Theatre y compartió escenarios con Richard Hart y el mismísimo Charlton Heston.
Por temor a ser juzgada por su ascendencia judía (el mundo recién salía de la Segunda Guerra Mundial), Felicia se arrancó el apellido Cohn de su nombre, y por todos fue conocida como Felicia Montealegre Carazo, hasta que se convirtió en la señora Bernstein.
La ironía fue que, tras una crianza marcada por el catolicismo –según re cuerda don Raúl–, volvió a convertirse al judaísmo por su esposo.
Ya para 1951, cuando ambos se casaron, aparecieron muchos rumores sobre la razón que separó a la pareja en su primer compromiso.
Basta leer notas de algunos diarios estadounidenses para comprender que lo que ocultaba Bernstein era un secreto a todas luces: tenía preferencias homosexuales.
Al parecer, durante sus años en Harvard, Bernstein mantuvo relaciones con el famoso director de orquesta Dimitri Mitropoulos y el aspirante a compositor Aaron Copland; y durante su visita a Israel en 1948, se enamoró del joven soldado Azariah Rapoport. Bernstein escribió en ese momento que “no puedo creer que pudiera haber encontrado todas las cosas que he querido en una sola. Es una experiencia increíble, estresante, desgarradora y maravillosa. Ha cambiado todo”.
Felicia estaba al tanto de su pasado y se rumoraba que el casamiento se dio con el acuerdo de que, mientras Bernstein “no avergonzara a Felicia públicamente, era libre de dedicarse a sus asuntos homosexuales”, según se lee en una edición de la revista People de 1976.
“Yo los recuerdo muy felices, yo recuerdo que se llevaban muy bien”, dice don Raúl, quien los vio juntos también en encuentros que tuvieron en Acapulco y San José. “Ellos me trataban muy bien y se veían bien juntos”.
Tan solo un año después de su casamiento, llegó un punto crucial en su relación: Bernstein salió del clóset bisexual.
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“Ella y yo nos enviabamos muchas cartas. No sé dónde estarán. Nos manteníamos al tanto… tratábamos de ponernos al día, pero no recuerdo muy bien lo que decían”, dice don Raúl mientras busca sin éxito alguna carta en las gavetas de su escritorio.
La epístola que sí fue pública, y que no tuvo que ver con don Raúl, fue la que Felicia envió a Bernstein recién había hecho su anuncio como bisexual. Él se encontraba de viaje por motivos de la Filarmónica, mientras Felicia permanecía en su casa en Nueva York.
“Si parecía que yo estaba triste mientras te marchabas hoy, no era porque me sintiera desierta de ninguna manera, sino porque me dejaron sola para enfrentarme a mí misma y a todo este desorden sangriento que es nuestra vida conyugal. He pensado mucho y he decidido que no es un desastre después de todo”, comenzaba a escribir Felicia en la carta.
“Primero: no estamos comprometidos con una sentencia de por vida, nada es realmente irrevocable, ni siquiera el matrimonio (aunque yo solía pensar que sí). Segundo: tú eres homosexual y puede que nunca cambies –no admites la posibilidad de una doble vida, pero si tu tranquilidad, tu salud, tu sistema nervioso depende de cierto patrón sexual–, ¿qué se puede hacer?–. Tercero: estoy dispuesta a aceptarte como eres, sin ser un mártir o sacrificarme. (Resulta que te quiero mucho, esto puede ser una enfermedad y esta la mejor cura). Puede ser difícil, pero no hay más que el ‘status quo’ que existe ahora. En este momento no eres tú mismo y esto produce dolorosas barreras y tensiones para ambos: intentemos ver qué sucede si eres libre de hacer lo que quieras, pero sin culpa ni confesión, ¡por favor! (...) Nuestro matrimonio no se basa en la pasión, sino en la ternura y el respeto mutuo”, escribió Felicia en la epístola.
El anuncio no rompió su relación. Incluso la pareja llegó a tener tres hijos: Alexander, Nina y Jamie (esta última publicó un libro este año contando desde la intimidad de la casa la relación entre su madre y padre).
Según colaboradores del director en el famoso musical West Side Story, Bernstein era simplemente “un hombre gay que se casó. No estaba en conflicto con su orientación sexual en absoluto. Él era simplemente gay”, señaló el portal Interlude en el 2015.
“Como era habitual en ese momento, Bernstein apareció como un devoto esposo y padre en el ojo público, mientras llevaba una vida homosexual promiscua tras bambalinas. Podría haber sido una costumbre esconderse detrás de una fachada pública, pero Bernstein ciertamente sintió que su homosexualidad era una maldición. Incluso se sometió al psicoanálisis de un especialista en curar a los hombres homosexuales de su inversión. Al final, la única cura era reconocer públicamente su homosexualidad, mientras eliminaba sus frustraciones sobre su esposa. Al parecer, Bernstein mantenía relaciones sexuales con un chico de veinte años en el pasillo mientras su esposa estaba sentada en la sala de estar. Y cuando conoció al joven Tom Cothran en 1973, permitió que su esposa los atrapara juntos en la cama”, se lee en el portal.
Fue en 1976 cuando Felicia y Bernstein terminaron su relación, pues el director se enamoró completamente de otro hombre.
“Los vi hace apenas unas semanas”, recuerda un amigo de la familia en otra edición de la revista People de 1976. “Estoy atónito. Había una camaradería tan maravillosa cuando estaban juntos”.
“A Felicia nunca le han gustado las multitudes", dijo otra persona cercana a los Bernstein para la revista. “A ella le gusta la privacidad. Recuerdo todas esas fiestas cuando en silencio se fue a casa antes que Lennie”.
“Al igual que en el comienzo, yo lo supe mucho después”, recuerda al respecto don Raúl sobre la ruptura amorosa de su prima. “Creo que no nos escribimos en ese tiempo. Fue hasta los meses que volví a saber de ella, y era porque se venía lo peor..”, rememora don Raúl, después de tragar grueso.
A sus 55 años, y tan solo un años después de haberse separado de su esposo, Felicia Montealegre fue diagnosticada con cáncer de pulmón. A sus 56 años, murió en brazos de un Bernstein despedazado emocionalmente, quien regresó a casa para cuidarla en sus últimos meses de vida.
“Me dijeron que estaba enferma”, confiesa don Raúl. “Creo haberle enviado una carta, no estoy seguro. Fue muy feo eso… Fue muy grave lo que tuvo”.
Tras la muerte de Felicia, Bernstein cayó en una crisis de excesos. En medio del alcoholismo y drogadicción, compuso algunas obras en memoria de su esposa, todas con un piano solitario que parece evocar el propio interior del director: confuso y sin amparo.
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Tras vaciar todas sus memorias en sus manos, don Raúl se restriega la cara como si fuese a devolver todos los recuerdos a su mente.
Con sus ojos taciturnos, se tapa la vista antes de finalizar con su recapitulación.
“Yo soy feliz de que nunca hayamos perdido contacto”, dice con alegría don Raúl mientras entrelaza sus manos.
“Fuimos amigos de niños, allá en el barrio Amón. Teníamos la misma edad, crecimos juntos”, recuerda una vez más.
“Lo que nunca entendí yo ni nadie más es lo que pasaba en nuestra casa”, advierte con sigilo el agradable señor.
Él deja un espacio al aire y cierra su ojo izquierdo para recapturar las imágenes de su infancia.
“Siempre, después de que tocaba el piano, Felicia rompía en llanto”, sentencia don Raúl. “Era algo llamativo. Fuerte”, dice.
“Nadie entendía por qué y todos nos quedábamos viéndola. No había nada que pudiéramos hacer. Solo la dejábamos llorar, hasta que ella misma se calmara. Siempre lo hacía. Siempre lloraba”.