Uno cae en la cuenta de que el vendaval de años se le vino encima cuando la muerte se lleva a alguien que te marcó en un pasaje lejano de la vida.
Me ocurrió el miércoles, a media mañana, cuando colgaron en uno de los chats que pululan en mi teléfono la noticia del fallecimiento de Javier Rojas González. Me vino a la mente el recuerdo de la infancia, cuando El capo o El loco se adueñó de mi banda sonora futbolera con otro de su misma dimensión: José Luis el Rápido Ortiz.
Que Javier anclara en mi niñez como un peso pesado del comentario y el análisis futbolístico tiene un mérito para él porque a finales de los 60 y durante toda la década del 70 había voces autorizadas micrófono en mano.
Hablo de don Jorge Pastor Durán, que era como poner a tu abuelo a hacer entrevistas y a comentar fútbol, por aquella voz cadenciosa y acompasada, y don Juanito Martín, un español de inflexiones de voz típicamente ibéricas, quienes gobernaban las preferencias en la parrilla deportiva.
Yo prefería a Javier por su verbo filoso, porque llamaba a las cosas por su nombre y por la vehemencia con que defendía argumentos y enfocaba temas que le imprimían a sus intervenciones esa certeza que llamamos credibilidad.
Cuando cumplí 19 años lo visité en su oficina de Deportivas Columbia como estudiante de periodismo, armado con una libreta, una grabadora rectangular General Electric de teclas, un casete Scott de 90 minutos, libreta y lapicero.
Fui por una entrevista para un curso de periodismo escrito y salí con una experiencia de vida que me acompañará siempre porque era la primera vez que me sentaba a conversar con una leyenda de carne y hueso.
Me contó su vida, sus sueños, sus logros, lo que había hecho y lo que le quedaba por hacer, todo envuelto en esa voz estentórea que igual te diseccionaba un partido de fútbol o analizaba un tema político.
Me impresionó el amor que aquel hombrón exitoso y reconocido tenía por su madre, doña Caya, que cobraba vigencia en la charla cada vez que se hablaba de valores y enseñanzas edificantes.
El casete se hizo pequeño y consumí las últimas 20 hojas de la libreta que llevaba porque subestimé en principio el bagaje que me traería de vuelta para Cartago. Conservé como un tesoro el consejo que me dio: un buen periodista nunca se aparta de la verdad.
Vaya con Dios, don Javier, que nunca habrá lamentos ni arrepentimientos cuando la vida se vive en forma plena.