Opinión

Jirafas

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En la pesada bruma de mis lecturas juveniles de Cuba flota un cuento sobre Etelberto, rey medieval de Jutlandia, a quien un noble vasallo, partido hacía mucho tiempo en busca de aventuras, le envió desde tierras africanas la cabeza momificada de una jirafa. Acompañaba al obsequio un mensaje en el que, para darle al monarca una idea de la altura que pueden alcanzar las jirafas adultas, el viajero le recomendaba que ensartara el singular despojo en la punta de una lanza plantada en el suelo. El súbdito no regresó nunca a su nórdica comarca y, como las lanzas que los jutos de aquel tiempo usaban en el combate consistían en larguísimas varas de enebro, Etelberto moriría convencido de que en las tierras tropicales todos los animales eran tan altos como las toscas fortalezas de su reino. Peo antes ocurrió que, habiéndose consumido la exótica cabeza en un incendio, cada vez que Etelberto recibía a un visitante de fuste trataba de impresionarlo disertándole sobre la naturaleza de las jirafas y, para mostrarle cuán altas eran, le cortaba la cabeza a uno de sus palaciegos y la ensartaba en una varilla.








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